En Europa y Norteamérica puedes abordar un tema complejo en 15 minutos y llegar a un acuerdo. En Latinoamérica, para lograr lo mismo, se necesitan muchas horas de comité y reuniones interminables. Tanta empatía no está produciendo efectividad.
Hoy la empatía es la reina de todas nuestras conversaciones y se hizo carne mediante el lenguaje corporativo. Las organizaciones y sus líderes incorporan, diariamente, palabras y conceptos sofisticados, muchos de ellos de dudosa procedencia, que terminan siendo giros en la semántica, retórica pura y dura, o como dicen los trabajadores más escépticos, el arte de no llamar las cosas por su nombre.
La credibilidad ha sido emboscada y abandonada en el camino, muy malherida. Lo que antes se zanjaba con un simple “esto no me está gustando”, terminó convirtiéndose en la frase: “desde la mirada del observador que soy, quiero darte un feed back”.
Por ejemplo, si un jefe invita a alguien de su equipo a hablar en privado, este se pondrá en estado de alerta porque sabe que la conversación será todo, menos franca y directa. Escuchará con atención, esperando con incertidumbre el desenlace, saber si será ascendido o despedido, ¡perdón!, quise decir “desvinculado”.
Basta con acercarse a cualquier oficina en Lima, Panamá, San José, Santiago, Caracas para escuchar la banda sonora de la industria de la empatía. Suenan conceptos como “oportunidades de mejora” “gap” “skill” “accountability” “empowerment” “wellbeing” “ líder coach” y pare de contar.
En Europa y Norteamérica puedes abordar un tema complejo en 15 minutos y llegar a un acuerdo y plan de trabajo. En Latinoamérica, para lograr lo mismo, se necesitan muchas horas de comité y reuniones interminables. La gran paradoja es que tanta empatía no está produciendo efectividad y mucho menos felicidad, de hecho, últimamente a la risa le está costando conseguir eco.
Pareciera que no somos tan felices como se cree, al menos no en nuestros lugares de trabajo. Lo más sorprendente es que cuando se profundiza sobre las causas de infelicidad, casi al unísono en todos nuestros países, la gente menciona a la debilitada credibilidad. La industria de la empatía arrasó, como pesca de arrastre, con todos esos brotes de espontaneidad, verdad y autenticidad.
Baby boomer, ¡cuánta falta nos hacen!
Esta generación asistió a la mejor de todas las universidades, a la de la vida. Su posgrado fue ver florecer sus negocios con sangre, sudor y lágrimas. No existían gurús de la autoestima, ni premios al mejor lugar para trabajar, todo se resolvía de manera intuitiva y los departamentos de recursos humanos estaban en su génesis.
En la casa y en el trabajo existía la linda costumbre de hablar de la misma forma, la industria de la empatía no había nacido. Era común escuchar a tu jefe decir “si no me traes la solución, eres parte del problema”. Hoy, tanta franqueza sería tildada como maltrato y rudeza extrema. Esos líderes y empleados se extinguieron, se tuvieron que mimetizar para no quedar en el ostracismo, tildados de tiranos.
La generación “X” y el arte de no llamar las cosas por su nombre
Con esta generación, un ejército de consultores y profesionales llegó a los departamentos de recursos humanos de las organizaciones con una infinita complejidad de procesos. Los indicadores comenzaron a convertirse en un fin en sí mismos, trayendo consigo la tecnocracia. A partir de aquí, hablar de relaciones humanas dentro de la organización dejó de ser simple, intuitivo y humano.
En ese mar de complejas teorías y conceptos, una idea irrumpió con muchísima fuerza cambiándolo todo: el lenguaje crea realidades. La gente que hacía vida en las organizaciones entendió el mensaje de forma clara, empezó a definir las relaciones laborales con base en la técnica del lenguaje.
La forma como hablo en casa y con mis amigos más nunca podría ser la forma como me expreso en el lugar de trabajo y me pregunto: ¿por qué aceptamos eso? Creo que ningún padre le hablaría a su hijo diciéndole: “desde la mirada del observador que soy, hijo mío, quiero darte un feed back para que cierres tus gap”.
Los millenials, praticando la transparencia radical
En un giro inesperado, empezamos a contratar a gente mucho más joven que nosotros, incorporando al mercado laboral a la llamada generación “Y”, la cual tiene una particular manera de comunicarse. Practican lo que me gusta llamar “transparencia radical”.
Esta generación nos ha recordado lo relevante que resulta hablar de manera franca y directa. Un jefe soberbio, por más que hable de forma positiva, seguirá teniendo conductas soberbias con su equipo. También creo que un jefe que se atreve a hablar sin pelos en la lengua, aún cuando resulte muy directo y a veces cortante, puede llegar a convertirse en el mejor jefe que hayas tenido, porque no hay nada más valioso que la credibilidad.
Como dijo el gran Alvin Toffler, “los analfabetos del siglo XXI serán aquellos que no puedan aprender, desaprender lo aprendido y volver a aprender».
Desaprender el lenguaje corporativo
1. En todo lo relacionado a las relaciones humanas, no utilizar tecnicismos de ningún tipo. La palabra “feed back” nunca le podrá ganar a la palabra “conversemos”.
2. Ve al grano, a nadie le gusta que lo manipulen.
3. El jefe no tiene que tener todas las respuestas.
4. Decir siempre la verdad, porque la verdad es SEXY.
5. Mostrar tus errores e imperfecciones. Mientras más los muestras más poder tienes.
6. Nunca olvidar que la gente no nos sigue por lo que decimos, ni mucho menos por como lo decimos, la gente nos sigue por lo que hacemos.
7. Evitar el exceso de reuniones, tanto como puedas.
8. Y la más importante, obviar todas las anteriores porque de eso se trata, de desaprender todo lo aprendido.
Fuente: ALTONIVEL