El aumento de ventas de artículos ‘solidarios’ ha mejorado la vida de millones de productores de países pobres – Su crecimiento le obliga ahora a definirse ante la tentación de un éxito más material
Hay quien coloca su origen en iniciativas católicas de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Y también quien lo retrasa a los sesenta y setenta o, tal y como se conoce hoy el comercio justo, hasta los ochenta. Sea como sea, mucho ha cambiado desde entonces esta iniciativa que intenta que los pequeños productores de los países pobres alcancen unas condiciones de trabajo dignas y posibilidades de desarrollo colocando en el mercado sus artículos a un precio justo. Aunque sólo sea por su crecimiento exponencial.
Sus ventas en todo el mundo se han multiplicado por más de tres de 2004 a 2008, desde los 832 millones de euros hasta los 2.900, según las cifras de productos certificados por la Organización del Sello de Comercio Justo (FLO, en sus siglas en inglés). Unas cifras que pueden quedarse cortas, ya que es la principal organización del mundo, pero no la única.
En cualquier caso, vinculados al sello FLO hay 1,5 millones de trabajadores en los países del Sur, con lo que se calcula que han mejorado las condiciones de vida de 7,5 millones de personas.
Venden sobre todo café, cacao, té, azúcar, fruta o algodón; en los últimos años, la artesanía se ha estancado. Unas ventas que necesitan de la complicidad de compradores concienciados de países ricos, ya que, como explicaría Perogrullo, estos productos son más caros que los injustos. Más de dos tercios de sus consumidores están en Europa.
Puede que no haya dejado de ser el chocolate del loro dentro del volumen del comercio internacional, pero ha alcanzado el tamaño suficiente como para marcar un punto de inflexión dentro del movimiento, en el que unos proponen detenerse un momento para no perder un ápice de los valores originales de lucha contra unas estructuras injustas, y otros que quieren seguir aumentando las ventas todo lo posible para ayudar al mayor número de productores, imbricando el comercio justo en los esquemas tradicionales imperantes, esto es, vendiendo en grandes supermercados, o que las grandes compañías empiecen, presionados por los consumidores, a ofrecer productos justos.
Esto implica muchas veces, además, que entren en este tipo de comercio grandes plantaciones que son las que realmente pueden responder a un gran aumento de demanda, dejando fuera a los pequeños. «El comercio justo nació para que los pequeños productores del Sur pudiéramos acceder al mercado. Y es verdad, somos pequeños y lentos, no tenemos una respuesta rápida», reconoce Jan Bernhard, directivo de la Asociación de Pequeños Productores de Tongorrape, en Perú.
El comercio solidario ha marcado un gran cambio al introducir criterios éticos en el desalmado comercio internacional. Ya no se trata sólo de cuánto cuesta, cuánto necesito o cuánto me gusta algo, sino de si alguien ha sido explotado para producirlo. Pero la ética y las posturas solidarias se suelen encontrar siempre con un mismo dilema, entre lo ideal -¿cómo deberían ser las cosas?- y lo posible -¿qué podemos hacer con lo que tenemos para mejorar la situación?-. Un dilema en el que se encuentra hoy inmerso el comercio justo.
En España, aunque con crecimientos significativos (ha aumentado un 50% entre 2004 y 2007, hasta los 17,2 millones de euros, según el anuario de comercio justo de la ONG Setem), las cifras son aún modestas si se comparan con otros países como Reino Unido (880 millones), EE UU (757) o Francia (255).
En el actual contexto de crisis económica, Rafael Sanchís, de Intermón Oxfam, se da con un canto en los dientes por mantener las ventas, pero admite que en España aún se desconoce qué es el comercio justo (un 28% de la población lo sabe, frente a un 90% en Reino Unido).
Sin embargo, el debate está muy presente. Nadie cuestiona los principios básicos: al precio razonable súmesele el respeto al medio ambiente, el apoyo preferente a comunidades marginadas, la mejora de las condiciones laborales y sociales, en definitiva, que el comercio internacional sea un poco más justo y que los que peor están vivan algo mejor. Pero el informe de Setem de 2008 divide a las importadoras españolas en dos categorías.
La primera, a la que responde la mayoría, es la que mira el comercio justo de una manera «conciliadora con el modelo económico en el que vivimos», los que quiere vender cuanto más mejor, que suele conllevar la necesidad de certificación, de centrarse en productos con buena salida en los países ricos y llegar a la gran distribución.
La segunda sería la de los que entienden este comercio «como una herramienta de transformación social», con un componente más político y combativo con las actuales estructuras y que, bajo el lema de la soberanía alimentaria, no importan productos del Sur que haya en el Norte e intentan reforzar los mercados del Sur para que no tengan que depender de la demanda de los países ricos.
Se puede decir que Intermón, una de las principales importadoras, está en la primera, y Sodepaz, mucho más modesta, en la segunda. Rafael Sanchís, de Intermón, apuesta porque sean las empresas privadas las que se acaben encargando de la distribución de estos artículos, asumiendo, claro está, sus principios. «En el futuro no será una cosa de ONG, sino de la empresa privada», dice Rafael Sanchís.
Según los cálculos de Intermón, «si África, Asia oriental, Asia meridional y Latinoamérica aumentaran su cuota de exportaciones mundiales en un 1%, los beneficios generados supondrían cinco veces la cantidad que reciben en concepto de ayuda y sacarían de la pobreza a 128 millones de personas».
«Debemos aborrecer la idea de que vender más es mejor», dice, por supuesto en el otro lado del debate, Federica Carraro, de Sodepaz. Se queja de que se están aplicando al comercio justo «las reglas del mercado neoliberal».
No quiere oír hablar de comercio justo en grandes superficies, las mismas que «promocionan la deslocalización de la producción, destruyen la actividad económica y el tejido comercial local, crean empleos temporales y de baja calidad». «Se empieza cediendo un poco y se acaba… Muchos nos cuestionamos si es válido que las grandes transnacionales estén dentro del comercio justo, si debe tenerlo Starbucks cuando en realidad es mínimo lo que ofrecen», señala el profesor de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México Pablo Pérez Akaki.
Así, grandes supermercados, empresas del negocio internacional, plantaciones agrícolas, autoridades públicas o multinacionales de la alimentación han entrado en la escena. Tanto Carraro como Pérez Akaki se quejan de la confusión que puede crear en el consumidor esa enorme variedad bajo el mismo paraguas, cuando algunas de las grandes empresas sólo están «lavando su imagen».
En el centro de ese paraguas está el principal certificador del modelo, la Organización del Sello de Comercio Justo (FLO), aunque el escenario de las certificaciones está creciendo -junto a ella, la principal es la Asociación Internacional de Organizaciones de Comercio Justo, que certifican organizaciones y no productos-.
Pablo Cabrera, director del sello FLO en España, explica que están presentes en 22 países y representan a 600 organizaciones. Sale al paso de las críticas. Por ejemplo, dice que en los últimos años se ha abierto la organización a los productores, que antes apenas estaban representados.
Defiende que el sello garantiza que parte de los beneficios se reinvierten en mejoras sociales para las comunidades, y que se mantienen unos criterios para los pequeños y otros para mejorar las condiciones de trabajadores asalariados en grandes plantaciones -las grandes extensiones de café tienen vetado el sello, asegura-.
Admite que quizá el sistema que propone no es «el perfecto», pero sostiene que es el mejor de los posibles, aunque haya que mejorar. Y reconoce que, por el volumen, sería extremadamente complejo negociar con los productores un precio sobre los costes de producción, como proponen muchas voces, en lugar de garantizar un precio mínimo.
Según un estudio de 2007 del instituto estadounidense Food First, a pesar de que este precio mínimo «ha sido un salvavidas durante la crisis del café, pero como nunca se ha visto vinculado a los costes de producción o de vida, es cada vez menos eficaz para garantizar las prestaciones sociales», aunque es cierto que con el cultivo convencional «perderían más dinero».
Precisamente, una de las asignaturas pendientes que señala el informe de Setem es el seguimiento del impacto real que tiene el comercio solidario en las comunidades del Sur. El Instituto Adam Smith, un centro de reflexión conservador británico, publicó el año pasado un estudio en el que acusaba a este modelo de comercio de distorsionar el mercado para ayudar a unos pocos y dejar a la mayoría en una situación aún peor.
Además, aseguraba que sólo el 10% del sobreprecio que pagan los consumidores llega al productor. El caso es que, más allá de las críticas desde posiciones conservadoras, a los importadores de comercio justo también les preocupa reducir al mínimo los intermediarios entre el productor y el consumidor, pero difícilmente se va a poder llevar el algodón desde Malí hasta España, por ejemplo, sin un barco.
Dos cuestiones son aquí fundamentales para Federica Carraro. La primera, no importar cosas que ya haya en el país de destino y fomentar el autoconsumo y el comercio justo dentro de los países pobres, si es necesario con acuerdos entre productores a través del trueque. La concentración del grueso de los productos de comercio justo en el mercado de materias primas -de la alimentación y éste, a su vez, en el café- que luego son elaborados en el Norte contribuye a mantener el modelo agroexportador y de monocultivo, y dificulta su seguridad alimentaria, asegura.
Pablo Cabrera, del sello FLO, sobre el estudio del Instituto Adam Smith recuerda que, aunque creciente, el volumen del comercio justo aún no da para desestabilizar ningún mercado. Y, en cualquier caso, sirve para «dejar en evidencia las prácticas injustas del comercio internacional». Y Rafael Sanchís, de Intermón, aclara que no se puede obligar a los productores a que hagan lo que quieren las organizaciones del Norte.
El profesor Pérez Akaki, de la UNAM, sostiene que, hasta el momento, el comercio justo es la mejor solución que se ha encontrado para los pequeños productores de los países pobres. Sin embargo, cree que se deben «buscar canales solidarios, mantener unos valores firmes, y buscar los nichos específicos», esto es, en lugar de crecer yendo en busca de los consumidores en los grandes canales de distribución, ir aumentando la base de los consumidores concienciados, lo que tendrá un impacto más duradero. «Aunque entiendo la presión que pueden tener de los propios productores para llegar por el otro camino», añade.
Porque lo cierto es que cualquier pequeño productor de un país del Sur puede estar pensando ahora mismo que lo que él necesita es mejorar su vida en este momento, no a largo plazo. «Los productores quieren acceder al mercado de una manera más grande; lo tienen clarísimo», dice Rafael Sanchís, de Intermón.
No todos. Jan Bernhard, cofundador y directivo durante cuatro años de la Coordinadora Latinoamericana y del Caribe de Pequeños Productores de Comercio Justo (CLAC, la más importante junto a la africana AFN y la asiática NAP), es un firme defensor «de la visión y misión original del comercio justo, bajo los principios de transparencia, solidaridad y equidad».
Bernhard se queja del aterrizaje en el movimiento «de los grandes tiburones», es decir, los grandes proveedores. Y de la entrada de grandes plantaciones de Brasil o de Suráfrica. «¿Qué tiene que ver eso con el comercio justo?», se pregunta. Y asegura que para que el modelo funcione para los pequeños, la oferta se tiene que mantener por debajo de la demanda. Mejorar las condiciones de trabajo de los asalariados de grandes plantaciones «está muy bien, pero eso no es comercio justo», asegura.
Desde el punto de vista del consumidor, no del grueso desavisado, sino del que está más o menos concienciado, la pregunta sería si está dispuesto a renunciar a unos esquemas de privilegios del Norte que son, en el fondo, los que le permiten comprar un poco más caros los productos de comercio justo que le hacen sentir un poco mejor, recuerda Federica Carraro.
Como en todo movimiento solidario, hay muchos niveles de compromiso, hay contradicciones y cada persona, al final, es la que elige dentro de una escala de grises. Carraro, en su libro El rompecabezas de la equidad (firmado junto a Rodrigo Fernández y José Verdú), define el comercio justo como un oxímoron. Un oxímoron es una figura retórica que se produce cuando se unen dos palabras de significado opuesto, como en un silencio atronador, por tanto, una contradicción. Pero al unir las dos palabras, dice el diccionario, se puede crear un significado nuevo.
Las cifras del mercado solidario
– Ventas. Se han multiplicado por tres en todo el mundo de 2004 a 2008, pasando de los 832 millones a los 2.900. En España ha aumentado un 50% en ese periodo y se facturan 17,2 millones de euros.
– Mejoras. Los datos de la organización del sello certificador FLO muestran que más de siete millones de personas han mejorado sus condiciones de vida.
– Conocimiento. En España sólo un 28% de la población conoce el comercio justo, frente al 90% de los británicos que saben de qué se trata.