Donald Trump ha anunciado «el final de la guerra contra el carbón». Para ello, el presidente de Estados Unidos ha firmado una nueva Orden Ejecutiva en virtud de la cual elimina la regulación de las emisiones de CO2 de centrales térmicas decretada por Barack Obama hace un año y medio, reanuda la concesión de permisos para explotar carbón en terrenos públicos, y anula la obligación de la Administración Pública de estimar el impacto social de las emisiones de gases que provocan el ‘efecto invernadero’.
El presidente, sin embargo, no anunció la retirada de EEUU del Tratado de París, una cuestión que divide a sus asesores. La semana pasada, la empresa texana ExxonMobil—la segunda petrolera privada del mundo, tras la angloholandesa Shell-pidió a Trump que mantenga a EEUU dentro del Tratado de París. Pero, al margen de las decisiones, el acto fue todo un ejercicio de teatro político.
Trump apareció rodeado de varios de los miembros de su gabinete y, también, de mineros. No en balde, la idea de la guerra al carbón es una bandera que el Partido Republicano de Estados Unidos lleva enarbolando desde que Barack Obama llegó a la Casa Blanca. Y con excelentes resultados: el voto de las cuencas mineras de Ohio, Pennyslvania, Virginia Occidental, y Kentucky fue absolutamente crítico para que Trump ganara las elecciones de noviembre. Los mineros, votando a un conservador que les prometió salvar sus puestos de trabajo. El único problema es que Trump no les va a salvar los puestos de trabajo. Porque la guerra contra el carbón tiene un enemigo mucho peor que cualquier regulador en Washington.
Ese enemigo se llama tecnología. O, también, fracking. La expansión de la fracturación hidráulica ha pulverizado la competitividad del carbón en, precisamente, todo el Este de EEUU, que es donde las minas son más intensivas en mano de obra. Las únicas que sobreviven sin problemas son las del Oeste, en cuencas como la Powder, en Montana y Wyoming, donde el carbón es tan accesible que se extrae por medios totalmente mecánicos y se carga en trenes de más de 1.000 vagones que lo transportan hasta los puertos del pacífico, de donde va a China.
Varias aristas
Y ahí llega el otro problema para la nueva Orden. Algunas ciudades, como Seattle, han prohibido el embarque de carbón debido al impacto de ese combustible en el cambio climático.
Y China está reduciendo su con sumo de carbón. «Pekín ha decidido que estar en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático actúa en favor de sus intereses nacionales», explica a EL MUNDO Eric Albatch, vicepresidente de la consultora Albright Stonebridge Associates (ASG) y ex asesor de George W. Bush.
Ahora, Trump ha roto la cooperación entre China y EEUU en esa área, uno de los principales logros diplomáticos del Gobierno de Obama en su relación con el gigante asiático. De hecho, la norma de Obama que Trump ha derogado tenía truco. Obligaba a que las térmicas redujeran en un 32% sus emisiones en 2030. Eso suena a mucho. Pero el año pase que empleaba no era 2014, que era el último ejercicio del que se disponía de datos, sino 2005. Pequeño detalle; en 2005, la revolución del ‘fracking’ estaba empezando, y la economía de EEUU iba a pleno rendimiento. De modo que ese año, según cifras oficiales, la industria de la generación eléctrica de EEUU expulsó a la atmósfera 2.415 millones de toneladas métricas de CO2. Después llegó el gas, y la recesión de las hipotecas basura. En 2015, cuando Obama firmó la nueva regulación, las emisiones eran solo de 2.043 millones. O sea, que ya habían caído en un 17%.
Visto así, lo que el anterior presidente esperaba era una reducción del 15%, no del 32%. Eso no quita para que la decisión de Trump sea un alivio para el sector. En la última década, 50 empresas mineras de carbón de EEUU han suspendido pagos, y esta nueva regulación se suma a otra, firmada por el presidente pocos días después de asumir el cargo, en la que facilitaba que esas empresas arrojen deshechos a los cursos de agua. A eso se suma la concesión de permisos para explotar minas en terrenos de titularidad pública del Estado federal.
Ésa es una forma de subsidio encubierto a las empresas mineras. El precio que el Estado cobra a las empresas es ridículamente bajo y, según grupos ecologistas como el Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales, solo si se actualizaran las tarifas y se las acercara las que cobran las empresas privadas, el fisco recaudaría 30.000 millones de dólares (27.750 millones de euros) anuales. El 41% del carbón estadounidense sale de suelos de titularidad pública.
Otro factor que juega en contra de la lucha contra el cambio climático en el nuevo marco es la eliminación del coste social de las emisiones de gases que producen el calentamiento global, que la Administración pública realiza a la hora de dar cualquier tipo de permiso para cualquier sector, y que usa como criterio en ciertas adjudicaciones de contratos. En la actualidad, ese coste está fijado en 37 dólares (34,22 euros) por tonelada de gases. Pero, paradójicamente, eso va a beneficiar, y mucho, al fracking, porque al extraer hidrocarburos por ese sistema se emite metano, un gas mucho más influyente a la hora de cambiar el clima de la tierra que el dióxido de carbono.
Así que los números no encajan. Desde que el carbón experimentó un aumento de la producción en la década de los setenta, debido a los shocks del petróleo, el número de empleos vinculados su extracción ha ido cayendo de forma sostenida, desde 275.000 en 1980 a unos 100.000 ahora. Las empresas de petróleo y de gas han resistido a las guerras de precios de Arabia Saudí y de Qatar, y nada hace pensar que vayan a ceder ante el carbón. De hecho, a quien más va a dañar esta medida es a las nucleares. EEUU tiene unas 100 centrales atómicas, de las que 30 están llegando al final de su vida útil, y que pueden verse fuera del mercado si hay energía eléctrica más barata. El carbón no va a ser competitivo contra el gas, pero sí contra el átomo.
Fuente: ElMundo