México es un país con un gran potencial forestal debido a la vasta superficie de bosques y selvas que posee y a su enorme diversidad de especies.
Esta riqueza natural debería constituir la fuente más importante de ingreso y empleo para la población que habita en los bosques templados y en las selvas tropicales.
Ello permitiría mejorar la economía local y regional y el bienestar social, al tiempo de conservar los ecosistemas naturales, ya que la actividad forestal bien manejada no implica la transformación de éstos.
Paradójicamente, el uso de este capital natural no ha cumplido con ninguno de los propósitos mencionados.
Por un lado las regiones forestales están habitadas por cerca de 13 millones de personas, quienes en su mayoría viven en condiciones de pobreza, y por el otro, año con año se pierden cientos de miles de hectáreas de vegetación original.
Si bien la tasa de deforestación ha disminuido en los últimos años, su valor es aún muy preocupante. La riqueza forestal nacional no sólo no constituye la base del desarrollo rural, sino que además se está destruyendo.
Durante décadas la explotación de los recursos forestales fue realizada por empresas concesionarias que no se preocuparon por evitar el impacto ambiental, ni por generar beneficios a los verdaderos dueños de los bosques y selvas.
Fue hasta 1986, con la reforma a la Ley Forestal, que terminó el régimen de concesiones. A partir de entonces se han impulsado programas para que los dueños de los bosques y selvas sean quienes usufructúen sus recursos naturales.
Reforma, “Opinión”, p. 19, 18 de septiembre de 2008