Los discursos bonitos no llegan muy lejos. Un mes después de la conferencia de Copenhague sobre el clima, ha quedado claro que los líderes del mundo no pudieron traducir a acciones la retórica sobre el calentamiento global.
El fracaso de Copenhague no fue la falta de un acuerdo legalmente vinculante: el verdadero fracaso fue que no hubo acuerdo sobre cómo lograr la enorme tarea de salvar el planeta, ni acerca de las reducciones de emisiones de carbono, ni sobre cómo compartir la carga o ayudar a los países en desarrollo.
Incluso el compromiso de destinar 30 mil millones de dólares en el periodo 2010-2012 para la adaptación y la mitigación palidece, ante los cientos de miles de millones facilitados a los bancos en los rescates financieros de 2008-2009.
Las consecuencias del fracaso ya se pueden ver: el precio de los derechos de emisiones en el Sistema de Intercambio de Emisiones de la Unión Europea ha caído, lo que significa que las firmas tendrán menos incentivos para reducirlas ahora, así como para poner en práctica innovaciones que las reduzcan en el futuro.
Las empresas europeas seguirán estando en una desventaja competitiva respecto a las estadounidenses, para las que las emisiones no suponen coste alguno. Tras el fracaso de Copenhague hay algunos problemas profundos.
El enfoque de Kyoto asignó derechos de emisión, que son un recurso valioso. Si las emisiones se restringieran, el valor de los derechos de emisión sería un par de billones de dólares al año, por lo que no es de sorprender que haya peleas sobre quién debería recibirlos.La idea de que quienes emitieron más en el pasado deberían recibir más derechos de emisión para el futuro es inaceptable.
La asignación mínimamente justa para los países en desarrollo exige derechos de emisión equivalentes per cápita. La mayoría de los principios éticos sugeriría que si uno está distribuyendo lo que equivale a dinero por el mundo, debería dar más (per cápita) a los pobres.
Además, la mayoría de los principios éticos sugeriría que quienes han contaminado en el pasado deberían tener menos derecho a contaminar en el futuro. Sin embargo, una asignación así transferiría implícitamente cientos de miles de millones de dólares de los ricos a los pobres.
Tal vez sea el momento de intentar un compromiso por parte de cada país de elevar el precio de las emisiones (vía un impuesto al carbono o límites para las emisiones) a un nivel acordado de, digamos, 80 dólares por tonelada. Los países podrían usar los ingresos como una alternativa a otros impuestos.
Los países desarrollados podrían usar parte de los ingresos generados para cumplir sus obligaciones de ayudar a los países en desarrollo en términos de adaptación y de compensarlos por mantener bosques, que representan un bien público global debido a que secuestran carbono.
Un sistema de impuestos fronterizos que se aplicarían a las importaciones de países en donde las firmas no tienen que pagar de manera adecuada por las emisiones de carbono nivelaría el campo de juego y brindaría incentivos económicos y políticos para que los países adoptasen impuestos sobre el carbono o límites a las emisiones.
Eso, a su vez, daría incentivos económicos para que las empresas redujeran sus emisiones.Mientras el mundo vacila, los gases de invernadero se acumulan en la atmósfera, y se reducen las probabilidades de que cumpla siquiera el objetivo acordado de limitar el calentamiento global a dos grados Celsius.
Hemos dado más de una justa oportunidad al enfoque de Kyoto, basado en derechos de emisiones. Si consideramos los problemas fundamentales que existen tras el fracaso de Copenhague, no debería resultarnos sorpresivo. Como mínimo, vale la pena darle a la alternativa una oportunidad.
Click sobre la imagen para ampliar