Se celebró en Madrid un acto importante para la RSE. En el espectacular escenario del Instituto Cervantes, organizado por Fundación Carolina y Fundació Fòrum Universal de les Cultures y con el título de “Empresa y Derechos Humanos en el siglo XXI”.
Dos mujeres espléndidas, Mary Robinson y Adela Cortina, de la mano mediadora de la periodista Monserrat Domínguez (impecable en su papel), recordaron al público que llenaba la sala unas cuantas verdades realmente relevantes.
Sin ninguna pretensión de reseñar el acto, no me resisto a llamar la atención sobre una única cuestión en la que hizo particular hincapié la profesora Cortina, en el contexto de una intervención como las que acostumbra: sólida, vibrante y brillante, hilvanada con una lógica deslumbrante, asumida en el alma; una de esas intervenciones que dejan boquiabierto y, más difícil todavía, repleto de ilusión y de moral al público (magia de las palabras bien pensadas, bien dichas y bien sentidas).
La cuestión sobre la que quiero llamar la atención de quien no tuviera la oportunidad de escucharla es casi una obviedad: algo que (casi) todos aceptamos de entrada. Pero que de ninguna forma se asume con rigor en la práctica y que tiene unas consecuencias radicales para eso que llamamos (entre muchos otros nombres) RSE. Una cuestión prioritaria, que tiene -que debe necesariamente tener- preferencia sobre cualquiera otra en cualquier circunstancia: los Derechos Humanos –regulados o no legalmente- son de obligado cumplimiento para toda persona o entidad con capacidad (con poder) para afectarlos (positiva o negativamente) de forma significativa. Por lo tanto, también para las empresas: y muy especialmente para las de gran dimensión.
Sin duda, el grado de cumplimiento no es algo matemáticamente objetivo. Puede ser discutible en qué medida una empresa determinada cumple o incumple con un determinado derecho en una situación determinada. Pero no es discutible el principio. Ni tampoco la prioridad: no es moralmente aceptable su minusvaloración ante ninguna otra condición. Es decir, no es moralmente aceptable que se dé, por ejemplo, preferencia al beneficio. No es moralmente aceptable que se entiendan los Derechos Humanos como una externalidad negativa que debe reducirse al mínimo compatible con el óptimo beneficio (ni siquiera con un beneficio razonable). Evitar su vulneración (o la complicidad directa o indirecta en su vulneración, como claramente sostiene el Pacto Mundial) en casos de gravedad significativa (un criterio también inevitablemente relativo: social) es una exigencia absoluta.
Más aún, como también explicó la profesora Cortina, la exigencia es mayor: la empresa (como cualquier otra entidad relevante) no sólo debe respetar los Derechos Humanos. Tiene, así mismo, la obligación de protegerlos e impulsarlos activamente en lo que esté razonablemente (otro criterio social) en su mano.
Entre el altamente cualificado público que escuchaba embelesado el apasionado y apasionante discurso de Adela Cortina figuraban representantes de la política, de la Administración Pública, de la empresa, de las organizaciones sociales y de la universidad, junto a muchos -como yo- simplemente interesados en estas cuestiones. Todos la aplaudieron todos la aplaudimos con entusiasmo. ¿Todos asumen -todos asumimos- su contenido? ¿Respeta siempre la empresa sobre todo la grande- esa prioridad moral absoluta? ¿Ejercen -ejercemos- la Administración Pública y la sociedad su obligación ante los casos en que la empresa no respete esa prioridad?
Yo, disculpen el atrevimiento, creo que no. Y si mi suposición no es incorrecta, creo también que la solución es obvia. Ni las sociedades ni los estados pueden permitir que esa prioridad no se respete. Si las leyes, la regulación y la supervisión existentes no bastan, deberán ampliarse o mejorarse para garantizar su cumplimiento.
Y también, claro, a nivel internacional, campo básico de las vulneraciones más dolosas: la regulación obligatoria del cumplimiento de los Derechos Humanos por parte de la empresa en su operativa en todos los países es una exigencia inaplazable.
Y su único ámbito posible es Naciones Unidas. Y no es moralmente aceptable que las empresas transnacionales se opongan. La sociedad (las diferentes sociedades de este globalizado mundo nuestro) no debería seguir permitiéndolo.
Éstas son, me parece, algunas de las implicaciones de lo que Adela Cortina tan maravillosamente nos recordó en la tarde del 14 de enero.
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