Usas botellas reutilizables, bolsas de tela y jabones en pastilla. Separas escrupulosamente la basura y, últimamente, en redes sociales sigues a influencers que guardan sus (contadísimos) residuos en un tarro de cristal. Pero luego la tele te recuerda los fenómenos extremos, la subida del nivel del mar y el descenso del hielo en el Ártico, y miras con desconsuelo tu copa menstrual. Tanto andar en bici y hacer compost, piensas, para nada.
El debate sobre si la acción individual es útil viene de largo. Con cada alerta sobre la situación del planeta, medios y blogs se llenan de artículos con “cinco cosas que puedes hacer para luchar contra el cambio climático”. Activistas y expertos suelen discutir: ¿sirven para algo?
Un ejemplo: el pasado octubre, los científicos alertaron de que urgen medidas “drásticas” y “sin precedentes” para mantener el calentamiento del planeta por debajo de los 1,5 grados. Entonces, la CNN tuiteó lo siguiente: “¿Asustado por el nuevo informe sobre cambio climático? Esto es lo que puedes hacer para ayudar”. Entre otras cosas, la cadena proponía comer un 30% menos de carne y cambiar el coche y el avión por el autobús o el tren. Una periodista estadounidense, Kate Aronoff, respondió al tuit, con sorna, sugiriendo que las recomendaciones deberían ser: “Tomar el Estado. Nacionalizar la industria del combustible fósil. Disminuir rápidamente la producción. Financiar un programa masivo de empleo para descarbonizar cada sector de la economía”. Con algo parecido ironizaba una viñeta reciente de Flavita Banana en EL PAÍS, en la que, en medio de un paisaje desértico, con árboles y peces muertos, una voz anunciaba: “Te dije que reciclaras, Antonio”.
Esas bromas reflejan una postura escéptica, especialmente en círculos de izquierdas, respecto a estos consejos benévolos de instituciones, medios y empresas; la sensación de que el problema se simplifica, de que se coloca la responsabilidad sobre los hombros de ciudadanos y consumidores, y de que, encima, el sistema finge preocupación pero se lava las manos. Martin Lukacs lo resumía así en un artículo en The Guardian de 2017: “¿Aconsejarías a alguien que llevase un matamoscas a una pelea con armas? ¿Que tratase de sofocar un incendio en una casa con toallas?”. Para críticos como él, algo parecida es esa insistencia de los anuncios publicitarios para que cambiemos las bombillas de casa por otras de bajo consumo mientras el Polo Norte se deshiela.
Las campañas centradas en la acción individual viven un auge desde principios de los 2000 (recordemos Una verdad incómoda, el documental de Al Gore que en los créditos finales animaba a los espectadores a reciclar). El libro Ni tan siquiera pienses en ello: por qué nuestros cerebros están hechos para ignorar el cambio climático (George Marshall, 2014) revela algunos problemas de estos planteamientos. Primero, estas campañas pueden transmitir la sensación de que el problema es en el fondo culpa tuya (y los humanos no respondemos bien a la culpa). Segundo, hasta quienes están más concienciados con la amenaza ecológica tienden a hacer solo gestos pequeños que, simultáneamente, les tranquilizan la conciencia y justifican comportamientos poco éticos. Los psicólogos llaman “licencia moral” a este mecanismo, que nos permite, por ejemplo, comprar electrodomésticos eficientes para usarlos mucho más de lo que utilizábamos los anteriores.
Hace poco, una comisión internacional de científicos propuso una dieta alimenticia “ideal” para salvar simultáneamente el planeta y la salud del ser humano que consistía en limitar el consumo de carne al equivalente a una hamburguesa de ternera pequeña a la semana. Este es un ejemplo de que las decisiones de nuestro día a día importan, y mucho. Pero, matizan los escépticos, conviene no distraerse: hacen falta Gobiernos que aprueben y apliquen leyes e industrias, que tomen decisiones sobre consumo a gran escala. Morten Fibieger Byskov, investigador en el Departamento de Estudios Políticos e Internacionales de la Universidad de Warwick (Reino Unido), advierte de que al mismo tiempo que el foco de atención se pone demasiado sobre el individuo, se aparta la responsabilidad de Gobiernos e industrias. Y trasladar la responsabilidad no es la respuesta: “Cuando Donald Trump retiró a EE UU del Acuerdo de París y ciudades de todo el país proclamaron que seguirían cumpliendo los pactos… Es fantástico que estuvieran dispuestas a hacerlo, pero esta postura también permitió al Gobierno de Trump evadir su deber. No creo que sea correcto trasladar la responsabilidad de aquellos que deberían tenerla a aquellos que están dispuestos a asumirla”, dice por correo electrónico.
Precisamente la elección de Trump fue lo que impulsó a Kim Cobb, una investigadora de la Universidad Georgia Tech (EE UU) que cree firmemente en la importancia del activismo del día a día, a cambiar su vida de arriba abajo. Los resultados electorales de 2016 le dejaron claro que las políticas contra el cambio climático que deseaba no iban a llegar en un futuro próximo. “Estaba muy deprimida pensando en cuatro años de ataques a la ciencia, de políticas de marcha atrás… Así que decidí abordar yo misma algunas cosas”, cuenta en un mensaje de audio. “El 1 de enero de 2017 me propuse ir en bicicleta a trabajar y caminar con mis hijos al colegio dos veces por semana (antes íbamos en coche). Fue adictivo —ahora vamos en bici al trabajo y a la escuela cada día— y fue, sobre todo, empoderante. Me di cuenta de que hay toda una forma de vivir que nunca me había planteado, que era muy satisfactoria y que estaba de acuerdo con mis principios”. Siguió por ese camino, tomando un 75% menos de vuelos que antes. Ahora está preparando su casa para que sea 100% solar.
Cobb está además implicada en política local y trata de evangelizar a otros en conferencias y en las redes sociales. Circular en bicicleta, reconoce, no es la acción que más impacta en el medio ambiente, pero, como es una decisión diaria y palpable, la ayuda a sentirse motivada y conectada a sus motivos. Bici a bici, insisten los activistas, demostramos a amigos, compañeros o familia que otra forma de vida es posible, porque somos animales sociales e imitamos comportamientos de quienes nos rodean.
Antes, Cobb creía que votar era lo único importante para frenar el cambio climático. Ahora está convencida de que no basta. “La política no va lo suficientemente rápido, y aunque consigas elegir a los candidatos que quieres, nada te garantiza que puedan llegar a aprobar las leyes necesarias… a no ser que cuenten con un gran apoyo público. Así que eso, un apoyo del público, es lo que tenemos que construir entre elección y elección. Los políticos deben sentir que han sido elegidos por gente preocupada por el cambio climático y que les vamos a pedir cuentas”.
Fuente: El País