El artículo de Warren Buffett Dejen de mimar a los ricos, publicado recientemente en The New York Times, y la iniciativa de algunas de las grandes fortunas francesas proponiendo un impuesto excepcional para las rentas y patrimonios más altos han suscitado en nuestro país el debate sobre la conveniencia de recuperar el impuesto sobre el patrimonio transformándolo en un impuesto sobre la riqueza que grave los grandes patrimonios.
Tales propuestas coinciden en que la actual situación económica exige un sacrificio excepcional a quienes tienen mayores niveles de renta o patrimonio, pero evidencian también la profunda crisis de los diferentes sistemas tributarios, en nuestro caso muy alejado de los principios constitucionales que exige el artículo 31 de nuestra Constitución. Veámoslo.
La diferencia de tipos entre el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) y el impuesto sobre sociedades fomenta el uso de sociedades como mero instrumento formal sin contenido empresarial con la única y exclusiva finalidad de pagar menos impuestos. De esta forma, se distorsiona la propia esencia del sistema tributario en detrimento de la progresividad y de la verdadera intención del legislador.
El trato desigual entre las rentas del ahorro y las rentas del trabajo es, por su parte, un ejemplo de falta de equidad. Es cierto que la globalización y la libertad de movimientos de capitales, y con la finalidad de evitar su deslocalización, ha obligado a una fiscalidad de las rentas del ahorro, incluida la de las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV), más favorable que la del resto de rentas. Sin embargo, es evidente que la desproporcionada diferencia de trato entre uno y otro tipo de rentas es difícilmente compatible con el principio constitucional de igualdad.
Si nos centramos ahora en el impuesto sobre sociedades, no es cierto que las pequeñas y medianas empresas paguen menos impuestos que las grandes empresas. En efecto, su tipo impositivo nominal es inferior al general, pero su tipo efectivo, esto es, lo que verdaderamente pagan teniendo en cuenta la incidencia que tienen las deducciones por incentivos a la inversión empresarial, es mayor. Los datos son elocuentes: un 22,9% de las pymes frente al 20,2% de las grandes empresas y el 15,4% de las entidades de crédito (datos de 2008).
Si tenemos además en cuenta la desaparición del impuesto sobre el patrimonio y la cuasi supresión del impuesto sobre sucesiones en la mayoría de las comunidades autónomas, la falta de progresividad de nuestro sistema tributario es evidente: una tributación de las rentas del ahorro a tipos prácticamente fijos (19% / 21%), sin impuestos que graven la riqueza, con un impuesto sobre sociedades que atrae hacia sí la tributación de rentas que deberían tributar en el IRPF, y con un impuesto sobre sociedades, también, en el que las grandes empresas disfrutan de tipos efectivos inferiores a los de las pymes. En definitiva, una fiscalidad que plantea serias dudas de constitucionalidad. Si a ello le añadimos que la fiscalidad directa sobre los salarios, incluida la Seguridad Social, fue en 2010 el 39,6%, y que del coste total de la Seguridad Social, el 30% lo soporta la empresa y el 6% el trabajador, es evidente que nuestra actual normativa no fomenta tampoco el empleo ni la creación de empresas.
No le falta pues razón a Buffett cuando con relación al sistema tributario estadounidense afirma que es injusto que él pague un 17% de impuestos y sus trabajadores un 36% de media, y que los congresistas han protegido a los ricos por el temor a que paralicen sus inversiones, afirmaciones, ambas, plenamente aplicables a España. Y es que, efectivamente, el temor al gran capital paraliza a los políticos hasta convertir en injusto el propio sistema tributario.
Desde esta perspectiva, no se trata de reinventar el impuesto sobre el patrimonio ni de pedir ningún sacrificio fiscal especial a nadie, sino de que se cumplan los principios constitucionales de capacidad de pago, progresividad y equidad, y evitar así que paguen más quienes menos ganan y tienen. Se trata, pues, de acometer una profunda reforma de nuestro sistema tributario, de eliminar los privilegios fiscales injustificados, de corregir los supuestos de evidente injusticia tributaria y aquellos otros no deseados por el legislado y de incentivar la creación de empleo y de empresas.
Lo contrario es un ejercicio de irresponsabilidad política, un desconocimiento de los importantes déficits de nuestro sistema tributario y un engaño a quienes injustamente mantienen realmente nuestro Estado de bienestar: las clases medias.
Fuente: Elpais.com
Por: Antonio Durán-Sindreu Buxadé, profesor de la Universidad Pompeu Fabra y socio-director de Durán-Sindreu, Abogados y Consultores de Empresa.
Publicada: 11 de septiembre de 2011.