La reunión climática de Durban, Sudáfrica, la llamada COP17, sucesora de la de Cancún del año pasado, no puede ejemplificar mejor la simulación, el drama y la frivolidad en que ha devenido este ritual que inició hace casi 20 años cuando, en el contexto de la Cumbre de la Tierra de Río de 1992, como muestra de la preocupación de la comunidad internacional por el calentamiento planetario, se creó la llamada Convención Marco de las Naciones Unidas para proponer una acción climática concertada a escala mundial.
El destino de la reunión de Durban, del 28 de noviembre al 9 de diciembre, no se decidirá en esa ciudad africana: está decidido ya, las naciones ricas así lo han determinado. Durban pudo no tener lugar, haberse cancelado, ni siquiera haberse planeado. Los países del mundo desarrollado parecen cada vez más decididos a cerrar filas en torno a la posición estadounidense. Una posición que no acepta el Protocolo de Kyoto, que no quiere compromisos vinculantes, que no quiere sacrificar competitividad en el disputado mercado mundial, que le exige a los países no desarrollados, sobre todo a China, India y Brasil, los mismos compromisos que se les pide a los desarrollados, que sólo ofrece acuerdos voluntarios y que parece menospreciar la opinión de los expertos quienes, por su parte, ven en cada síntoma, en cada episodio climático extremo (sequías, inundaciones, ondas de frío, de calor, etcétera) las ansiadas pruebas de veracidad del calentamiento, la cercanía de un cataclismo, especie de fin del mundo, la llegada del año mil.
Los países ricos, encabezados por Estados Unidos y Reino Unido, parecen llegar a Durban con un pacto previo: diferir cualquier acuerdo, cualquier decisión sobre el tratado que sustituirá al Protocolo de Kyoto, hasta el año 2015 o 2016, de tal manera que nada ocurra, que nada tenga efecto sino hasta después del 2020 (The Guardian, 23/XI/2011). Durban será pues una gran simulación, servirá para mantener el espíritu de Cancún, reafirmar el papel de las Naciones Unidas como espacio de negociación, aun cuando no haya nada que negociar. No son sólo los países ricos quienes se niegan a los verdaderos compromisos para reducir emisiones, también se oponen los países pobres, exigiendo su derecho a la contaminación y al desarrollo, de la misma manera que los ricos se desarrollaron contaminando al planeta. Pero incluso, lo que se veía como el acuerdo más posible de Durban, que se negoció durante meses después de Cancún, la creación del Fondo Climático Verde, parece venirse abajo por la decisión, de última hora, de Estados Unidos y Arabia Saudita de retirarse, rompiendo así el consenso previamente alcanzado.
Los actores despliegan con pulcritud sus habilidades histriónicas. La Unión Europea ha declarado que va a retirar su tradicional postura favorable al Protocolo de Kyoto, y a sus promesas de reducción de emisiones si todos los países, especialmente los no desarrollados, y sobre todo los grandes emisores y competidores económicos como China e India, no se comprometen a poner en práctica un programa drástico de reducción de emisiones. El jefe de la delegación estadounidense, Todd Stern no ve posible ningún acuerdo antes del 2020 y considera que las únicas acciones realmente efectivas son las de carácter unilateral, las que se llevan cabo voluntariamente por cada país. En los hechos, la administración del presidente Obama ha sido muy similar a la del presidente Bush en materia ambiental. Contrariamente a lo que prometió, no escuchó a los expertos y las decisiones tomadas estuvieron fuertemente influidas por los cabilderos y representantes del sector industrial, como lo demuestra un estudio reciente del Center for Progressive Reform (The Guardian, 28/XI/2011).
La negociación ambiental es drama, melodrama, comedia, teatro del absurdo, improvisación. Los llamados Estados islas insisten en su desaparición de la faz de la Tierra por el cambio climático; los representantes de algunos países pobres presentan la ausencia de ayuda financiera climática como su sentencia de muerte. El ex presidente de Costa Rica, José María Figueres, ha hecho un llamado a «Ocupar» Durban, los salones donde tienen lugar las sesiones, para presionar a las naciones para llegar a acuerdos, para evitar salir de Durban con las manos vacías, con la promesa de más reuniones, más años de negociación.
Pero Durban y las futuras reuniones climáticas continuarán, y no necesariamente para lograr acuerdos, no necesariamente por la severidad de la amenaza climática, no necesariamente por la autoridad del mundo científico, sino porque negociar no es un mal negocio, da vida a las instituciones internacionales, a sus actores, y porque también mientras haya preocupación, cumbres, «interés» por el cambio climático, habrá recursos económicos para hacer proyectos, para reivindicar causas y para acceder a la pequeña, escasa y políticamente asignada ayuda internacional.
Fuente: Reforma, Opinión, p. 12.
Por: José Luis Lezama.
Publicada: 3 de diciembre de 2011.