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Las grandes ofertas pueden tener consecuencias devastadoras para el medio ambiente

Es demasiado fácil culpar de la crisis del capitalismo a las finanzas globales y a los altísimos salarios de los ejecutivos. En un nivel más profundo, la crisis marca el triunfo de los consumidores y los inversores sobre los trabajadores y los ciudadanos. Y como la mayoría de nosotros ocupamos los cuatro roles, la crisis real se centra la eficiencia creciente mediante la cual nosotros como consumidores e inversores podemos conseguir grandes ofertas, y en nuestra capacidad decreciente de ser escuchados como trabajadores y ciudadanos.

Las tecnologías modernas nos permiten comprar en tiempo real, a menudo en todo el mundo, por los precios más bajos, la mayor calidad y los mejores rendimientos. A través de Internet, ahora podemos obtener información relevante de forma instantánea, comparar ofertas y mover nuestro dinero a la velocidad de impulsos electrónicos. Los consumidores y los inversores nunca han tenido tantas posibilidades.

Sin embargo, estas grandes ofertas ocurren a costa de nuestros empleos y salarios, y del aumento de la desigualdad. Los productos que queremos o la rentabilidad que buscamos muchas veces se pueden producir de manera más eficiente en otros lugares por empresas que ofrecen salarios más bajos y menos prestaciones. Tienen lugar a expensas de las calles principales, los centros de nuestras comunidades.

Las grandes ofertas también pueden tener consecuencias devastadoras para el medio ambiente. La tecnología nos permite de manera eficiente comprar a bajo precio productos de países pobres con escasas normas medioambientales, a veces elaborados en fábricas que vierten productos químicos tóxicos en los abastecimientos de agua o liberan contaminantes en el aire. Compramos coches que arrojan carbono en el aire y billetes para aviones que lo hacen todavía más.

Otras grandes ofertas ofenden la decencia común. Podemos obtener un precio bajo o un alto rendimiento porque un productor ha reducido los costes contratando a niños en el sur de Asia o África que trabajan 12 horas al día, siete días a la semana, o sometiendo a las personas a condiciones de trabajo que desafían a la muerte. Como trabajadores o como ciudadanos, la mayoría de nosotros no elegiría intencionadamente estos resultados, pero somos responsables de ellos.

Incluso si somos plenamente conscientes de estas consecuencias, todavía optamos por la mejor oferta porque sabemos que otros consumidores e inversores también lo harán. No tiene mucho sentido que una sola persona renuncie a una buena oferta para ser «socialmente responsable» sin ningún efecto. Hay empresas que se enorgullecen de vender bienes y servicios producidos de manera responsable, pero la mayoría de nosotros no queremos pagar más por productos responsables. Ni siquiera los boicots de los consumidores y los fondos de inversión socialmente responsables dejan sin efecto el atractivo de una ganga.

La mejor manera de equilibrar las demandas de los consumidores y los inversores frente a las de los trabajadores y los ciudadanos ha sido a través de las instituciones democráticas que dan forma y restringen los mercados. Las leyes y las normas ofrecen una cierta protección para el empleo y los salarios, las comunidades y el medio ambiente. Aunque es probable que dichas normas sean costosas para nosotros como consumidores e inversores, porque se interponen en el camino de conseguir las mejores ofertas, pretenden aproximarse a lo que nosotros, como miembros de una sociedad, estamos dispuesta a sacrificar por esos otros valores.

Sin embargo, las tecnologías están superando la capacidad de las instituciones democráticas para contrarrestarlas. Por un lado, la normativa nacional destinada a proteger a los trabajadores, las comunidades y el medio ambiente por lo general se aplica sólo a las fronteras de una nación. Sin embargo, las tecnologías para conseguir grandes ofertas permiten a los compradores y los inversores trascender las fronteras con una facilidad cada vez mayor, haciendo al mismo tiempo más difícil para las naciones controlar o regular esas transacciones.

Otros objetivos que no sean las mejores ofertas son más difíciles de lograr dentro de los límites de un solo

país. El ejemplo más obvio es el medio ambiente, cuya fragilidad es mundial. Además, las compañías amenazan de manera habitual con trasladar los puestos de trabajo y las empresas lejos de los lugares que les imponen mayores costes – y por lo tanto, indirectamente, a sus consumidores e inversores – hacia jurisdicciones más «favorables a los negocios».

Por último, el dinero empresarial está socavando las instituciones democráticas en nombre de mejores ofertas para los consumidores e inversores. Las contribuciones a las campañas, las flotas de los bien pagados activistas, y las campañas de relaciones públicas financiadas por las empresas sobre asuntos públicos están aplastando las capacidades de las legislaturas, los parlamentos, las agencias reguladoras y los organismos internacionales para reflejar los valores de los trabajadores y los ciudadanos. La Corte Suprema de los EE.UU. ha decidido, incluso, que, de acuerdo con la Primera Enmienda de la Constitución, el dinero es discurso y las corporaciones son personas, abriendo así las puertas al dinero en la política.

Como resultado, a los consumidores y los inversores les va cada vez mejor, pero la inseguridad laboral está en aumento, la desigualdad es cada vez mayor, las comunidades son cada vez menos estables y el cambio climático está empeorando. Nada de esto es sostenible en el largo plazo, pero nadie ha encontrado una manera de devolver el capitalismo al equilibrio. Culpen a las finanzas globales y a las corporaciones mundiales todo lo que quieran. Pero ahorren un poco de culpa para los consumidores y los inversores insaciables que habitan en casi cada uno de nosotros, que son totalmente cómplices.

Fuente: Comfia.info
Por: * El escritor es profesor de política pública en la Universidad de California en Berkeley, y fue secretario de Trabajo de EE.UU. durante la presidencia de Bill Clinton.
Publicada: 30 de enero de 2012.

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