Durante los últimos dos años, Rachel Muston, de 32 años y empleada de informática del Gobierno canadiense, en Ottawa, ha estado dando pasos para reducir su huella de carbono: hace composta, seca su ropa en un tendedero, e instaló una caldera eficiente en su casa de tres pisos en el centro de la ciudad.
Después de reflexionar sobre la idea durante varias semanas, ella y su esposo, Scott Young, hicieron algo que muchos encontrarían impensable: desconectaron su refrigerador.
Por drástica que parezca la decisión, un pequeño segmento del movimiento ecológico ha llegado a considerar al refrigerador como un resumidero de energía eléctrica inaceptable, y ha elegido vivir sin él.
Muchos ambientalistas ven la vida sin refrigerador como un objetivo nada práctico y excesivo. Aunque está comprometida con el reciclaje y el uso de focos fluorescentes, marca la raya con cualquier práctica ambientalista que resulte en un gran gasto o inconveniente.
Reforma, The New York Times, p. 5, Sábado 28 de febrero de 2009