Dedicado a todos los profesionales de la responsabilidad social y la sostenibilidad, a todos los que creemos que se puede cambiar el mundo, a mis colegas de esta rara avis en la que hay una calidad humana excepcional. Y especialmente al Platanito.
La primera vez que leí la Declaración Universal de los Derechos Humanos, comprendí que allí se contenía la esencia de aquello que ahora llamamos responsabilidad social. De esto hace 10 años, comenzaba a andar un departamento de RSC de una empresa cualquiera y yo estaba allí. Dirán algunos: ¿y qué empresa era? Diría yo entonces: ¿qué mas da?. Y asumí, ese día, un pequeño compromiso personal: que volvería a leer aquel documento cada poco tiempo. Que no dejaría que se me olvidara su contenido. Que, como cuando a uno le entregan el código de comportamiento de la empresa, o las normas escolares, o como cuando uno recibe unas instrucciones precisas sobre algo importante, intentaría que la información me quedase grabada para guiarme en mi trabajo. Por cierto, que la propia Declaración habla de que los individuos e instituciones deben inspirarse en ella…
Si hoy en día tuviéramos que revisar y actualizar esta Declaración, difícilmente se conseguiría el consenso entre los países. Y difícilmente podríamos recorrer sus textos sin esbozar una sonrisa ladeada, a medio camino entre el sarcasmo y la tristeza. Vea, vea esto:
Art. 16.3. La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado.
Y este otro:
Artículo 25. 1. Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios.
…por no mencionar las alusiones a los derechos de los niños o la libertad de culto, o el derecho a la educación gratuita, o…. Pues bien. Apenas 60 años después de promulgarse la Declaración Universal de los DDHH, y más de 9 años después de aquel estreno laboral y departamental, sus 30 artículos siguen siendo nuestra esencia y motor de mejora. Y aunque no osaría plantear en esta pobre tribuna una reforma de esta carta universal si quisiera, porque es gratis, soñar un poco en torno a ello para que nos vaya mejor a todos.
Mi primer sueño consistiría en poder hacer un balance profesional de los años transcurridos. No que sólo viéramos lo bueno ni lo malo, sino que sea realmente profesional: esto lo hemos conseguido, esto no, y esto jamás lo conseguiremos. Porque pasa en la historia de los derechos humanos, en la historia de la humanidad, como en la la historia reciente de la RSC, que lo que se ha podido avanzar tiene a menudo un aspecto pequeño, humilde y casi insignificante en comparación con lo que queda por hacer. No por querer ser derrotistas, sino porque, cuanto más conoce uno un terreno, más ve lo que se podría hacer, lo difícil que es el camino, lo que falta por andar, y las fuerzas que nos quedan…. Supongo que si uno se queda sin fuerzas, es de forma temporal, y que no siempre los hechos se leen con los mismos ojos, el mismo hemisferio del cerebro, el mismo corazón, la misma alma, y las mismas vísceras. Cuando uno tiene la reserva encendida parece que la gasolinera quedara mucho más lejos y los kilómetros parecen tener más de 1.000 metros…
Porque, si la Declaración de los DDHH ha visto pasar 60 años, los que aquel camino emprendimos somos hoy 10 años más sabios, más viejos, más descreídos. Hemos visto 10 años más de verdades y mentiras. Una década de fracasos y desilusiones, de pequeñas y medianas victorias, de arañazos y abrazos en torno a la defensa de estos grandes valores, sonrisa sarcástica mediante. Una década de reír hasta llorar y de llorar hasta reírse de uno mismo. Vamos, que para eso estamos; para eso nos pagan. Y por no dejar de creer en lo que hay en, detrás y dentro de la Declaración Universal de los DDHH. Así pues: por una lectura de la evolución de los DDHH no positiva ni negativa, sino profesional.
En segundo lugar, apelo a mi admirado Federico Mayor Zaragoza, que en sus años al frente de la UNESCO planteó la genial idea de que la humanidad comenzara a pensar en una Declaración Universal de Responsabilidades y Deberes Humanos ( q por cierto ya existe…). Que parece que, a la hora de reclamar nuestros derechos, siempre hagamos piña y corporativismo. Pero cuando hay que arrimar el hombro, la tendencia es a la dispersión o incluso a la desaparición y a la insolidaridad absoluta. Esa supuesta declaración debería, como los Mandamientos, resumirse en un Deber y Responsabilidad Humana por encima de todos lo demás: el deber y la responsabilidad para con uno mismo. Un ejercicio de congruencia y de asunción de consecuencias de nuestras decisiones, y llevar ese deber hasta el final. Seamos mayorcitos, y no busquemos el amparo de papá y mamá sólo cuando estamos en apuros; que papá y mamá se cansan, y bastante tienen con lo suyo. Y hagamos piña también cuando vienen mal dadas; que es eso, al final, lo que nos une. Así pues: por la unidad y la auto-responsabilidad; que dice Valentín Fuster, que de corazones sabe mucho, que para tener un corazón sano hay que ser feliz y que la felicidad consiste en estar a cargo de uno mismo, no de los demás. Ahí es nada.
En tercer lugar, y aunque nadie me oiga, propongo que se incluyan un par artículos en la próxima revisión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Uno de ellos podría rezar así:
Todas las personas que tengan (obsérvese el subjuntivo) un trabajo, y además tengan (de nuevo subjuntivo) una voluntad de trabajar, tendrán derecho a trabajar en paz, que les será reconocido y respetado en su entorno laboral.
Reconocido no significa aplaudido ni vitoreado ni sacado a hombros por la puerta grande, ni ser el empleado del mes. Reconocido significa apreciar cuando alguien cree en lo que hace, para quien lo hace y porqué lo hace. Reconocido significa que uno pueda dejarse la piel, las horas y las pestañas en el trabajo porque uno quiere hacerlo, porque su trabajo le gusta y le motiva. Que los esfuerzos no hagan a nadie pensar, como a veces ocurre, que alguien que ofrece y no pide nada a cambio oculta perversas intenciones, alimenta su ego de forma ilícita, o intenta hacerse un nombre para sí, y no para la empresa. Respetado significa poder disfrutar, en este sentido, de la presunción de inocencia e intenciones legítimas, al menos mientras no se demuestre lo contrario. Oiga, que yo trabajo en esto porque me gusta y me lo creo: ¿es tan raro?? Eso sería, más o menos, trabajar en paz.
Finalmente, el propio Mayor Zaragoza echó de menos hace ya tiempo, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos tuviese un artículo en el que se recogiese el derecho de todas las personas a la paz. Nada menos, y nada más. ¿Será por algo que nunca existió el derecho a la paz, como tal?. En los tiempos que corren ninguna reunión asamblearia de naciones (con minúscula) unidas (con minúscula) se atrevería a aprobar que “todas las personas tienen derecho a la paz”.
Y como es tan difícil, sugiero, ¿por qué no ir por partes? Dicen que el viaje más largo empieza con un primer paso. Respetemos el derecho a la paz de los que más cerca tenemos. Miremos a la cara, seamos honestos, no hagamos daño ni ruido. No contribuyamos a insolidaridad ni al egoísmo colectivo. Y hagamos, de vez en cuando, una lectura no positiva ni negativa sino profesional de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aunque no reconozca expresamente el deber y la responsabilidad humanos, derecho a trabajar en paz, y el derecho a la paz, sin más.
País: España