Por: Helena Ancos
Decían Les Luthiers que el dinero no hace la felicidad sino que la compra hecha. Más allá de esta greguería, la idea de cambiar dinero por felicidad ha sido un tema recurrente en la estadística económica desde hace varias décadas.
El pasado 19 de julio la Asamblea General de Naciones Unidas adoptaba una resolución
(www.un.org/apps/news/story.asp NewsID=39084&Cr=general+assembly&Cr1)
en la que pedía a los Estados miembros dar más importancia a la felicidad y al bienestar en la determinación de cómo conseguir y medir el desarrollo económico y social.
Elevando la felicidad al grado de objetivo humano fundamental, la resolución pedía “elaborar mecanismos de medición adicionales para capturar mejor la importancia del objetivo de la felicidad y el bienestar en el desarrollo con el fin de orientar las políticas públicas”. Al mismo tiempo, la resolución indicaba lo que ya conocemos, que el indicador del PIB no refleja adecuadamente la felicidad y bienestar de la gente en un país recalcando que los patrones insostenibles de producción y de consumo pueden impedir el desarrollo sostenible.
La idea no es ni mucho menos nueva y va más de los índices de sostenibilidad que operan para la inversión socialmente responsable, pero podemos ponerla de nuevo sobre la mesa del debate del desarrollo sostenible y para la causa de la RSE y aprovechar la actual coyuntura económica para seguir buscando alternativas al “tótem” del PIB.
En primer lugar, se ha escrito ya mucho sobre los defectos del PIB, para el que producción es sinónimo de riqueza. Una sociedad no seguirá mejorando –nos viene a decir el PIB, que puede definirse como el valor de mercado de todos los bienes y servicios producidos por un país durante un período de tiempo- si no aumenta su PIB total y PIB per cápita. Es decir, relaciona desarrollo con crecimiento.
El PIB presenta demasiadas fallas que hay que corregir. No contabiliza por ejemplo, las externalidades negativas y en algunos casos, como la contaminación, los desastres naturales o los accidentes de tráfico, pueden contar positivamente si son capaces de generar negocio (por ejemplo en el caso de los accidentes de tráfico, a través de funerarias, aseguradoras, médicos, mecánicos, etc.). El PIB no recoge transacciones que no tienen lugar en el mercado por ejemplo: la economía sumergida, actividades informales y no monetarias, productos de primera necesidad, la mejora de la calidad de los productos o su durabilidad, con lo que la “mala calidad de los productos” contabiliza positivamente. También se achaca que el diferencial del coste de los productos en distintos países hace difícil calcular el coste de la vida a partir del PIB.
Se incluyen además, gastos como el gasto militar que aunque pueden implicar actividad económica pueden tener consecuencias nefastas sobre el bienestar de una población al mismo tiempo que puede elevar artificialmente la renta per cápita a expensas de otros indicadores más fiables de la situación real de bienestar o riqueza como el grado de desigualdad de su población. Se excluyen la distribución de riqueza entre la sociedad, la esperanza de vida, el nivel educativo, o la huella ecológica de una sociedad.
En definitiva, los últimos años han puesto de manifiesto un desajuste cada vez mayor entre el sentir de los ciudadanos y los dictados del PIB. Entretanto se han ido abriendo paso indicadores alternativos como el Coeficiente de Gini (que calcula el nivel de igualdad social existente en una sociedad); el Indice de Atkinson (que mide el bienestar incluyendo las externalidades negativas); el Índice de Desarrollo Humano, concebido por el PNUD, que tiene en cuenta la tasa de alfabetización, la esperanza de vida, y el PIB per cápita; el Indice de Bienestar Económico Sostenible o IBES, que considera el gasto de los consumidores frente a la contabilización de bienes y servicios y el consumo de recursos; el Indice de progreso genuino o IPG; el Indice Prescott-Allen donde el bienestar se mide sumando al nivel adquisitivo de los habitantes y las capacidades humanas de la población, la huella ecológica; el Satisfaction with Life Index (que incluye la salud relativa de los habitantes, su riqueza y acceso a la educación con una encuesta donde se pregunta sobre el grado de felicidad); el Indice del Planeta Feliz de la NEF o el Gross Nacional Happiness (GHN) del Centro de Estudios de Bután.
En febrero de 2008, Nicolás Sarkozy encargó la creación de una Comisión para identificar los límites del PIB. La Comisión, presidida por el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz publicó su informe final el 14 de septiembre de 2009. (www.stiglitz-sen-fitoussi.fr). Son muchas las propuestas del informe pero entre ellas podemos citar la medición del bienestar en lugar del PIB y por tanto, la consideración de los ingresos, el consumo y el patrimonio, frente a la producción. Se hace hincapié en la mejora de las medidas estadísticas de salud, educación, de actividades personales y condiciones ambientales, incluyendo actividades no mercantiles, y herramientas para tener en cuenta las relaciones sociales y la participación en la vida política.
Aunque sin duda se requeriría de un estudio riguroso de las características técnicas de todos estos índices, ¿cuál podría ser la aportación de estas propuestas, y concretamente de un único índice sobre calidad de vida, bienestar o felicidad?
Las estadísticas se crearon para superar las valoraciones individuales, subjetivas, pero precisamente son cuestionables porque no parecen reflejar las percepciones “reales” de la gente. No obstante, su grado de solvencia depende de la institución de la que emanan y además se completan con otro tipo de datos, encuestas, informes, etc., amén de estar sujetas a revisiones periódicas, comparabilidad, y otros correctivos.
Sin embargo, como puso de manifiesto Joseph Stiglitz si disponemos de mecanismos de medición pobres, podemos enfrentarnos a un empeoramiento de las condiciones de vida: elecciones erróneas al valorar erróneamente los trade-offs; por el contrario, un adecuado mecanismo de medición puede “mostrarnos el camino a seguir” y mostrarnos que lo que es bueno para el medioambiente por ejemplo, es bueno también para la economía.
La integración a nivel macroeconómico de variables como las externalidades medioambientales o la buena gobernanza, ofrecerá sin duda incentivos para que gobiernos, empresas e individuos evolucionen en el mismo sentido. La cuestión sería de nuevo, tan difícil como sencilla: buscar consenso para establecer un conjunto mínimo de indicadores obligatorios.
Por otra parte, si bien resulta interesante la idea de incorporar las valoraciones subjetivas o el sentir de la ciudadanía, ¿cómo habría que emplearlas?
Este tema se discutió en la Conferencia de la OCDE “Is happiness measurable and what does measures mean for policy?” (http://www.oecd.org/oecdworldforum/happiness). Resultaba en cierto sentido, un contrasentido, emplear los rankings por países en función de la “felicidad media”; y era más interesante incluir las medidas por grupos de individuos en modelos micronométricos que evaluasen el impacto de políticas específicas como por ejemplo, la política de empleo o políticas fiscales y ahí ya estaríamos avanzando.
Los índices de “felicidad” o de “satisfacción” pueden explicar la efectividad de políticas en distintas regiones o para con determinados grupos de individuos y la falta de ella en otras zonas. Pero inversamente, proporcionarían diferentes visiones o datos de lo que significa el progreso, dependiendo de condiciones económicas, históricas o culturales y podrían dificultar la aplicación de políticas a nivel intergubernamental.
Del mismo modo, se aumentaría la legitimidad de las políticas públicas. Los procesos consultivos necesarios para establecer los indicadores sectoriales y las dimensiones subjetivas, no sólo aportarían mayor credibilidad al proceso sino que mejorarían la calidad de la gobernanza de las sociedades.
No puede obviarse sin embargo, el riesgo moral de estas mediciones que podrían dejar en bandeja para los grupos de interés la amplificación de sus quejas con el fin de reivindicar reformas innecesarias…En cualquier caso, como el mismo juego democrático, necesitaría de buenas dosis de pedagogía, y quedaría también condicionado al cruce de informaciones de diverso tipo y al activismo social.
A nivel empresarial, indudablemente estos índices estarían ligados con políticas públicas promotoras de sostenibilidad y al mismo tiempo, operarían de forma bidireccional también en las políticas empresariales sirviendo para capturar elementos del comportamiento humano útiles para la actividad empresarial. Imagínense por ejemplo, en materia de género. Entretanto, una adecuada incorporación en la estrategia empresarial de los stakeholders y del adecuado seguimiento de sus intereses sería suficiente.
El PIB ha podido ser hasta ahora el mejor de los peores indicadores económicos posibles, pero llega un momento en que todo necesita renovación. Si estamos cuestionando el mercado, también habrá que cuestionar al PIB como sistema de medición. En cualquier caso, si no pudo prever la crisis, quizá podamos echarle la culpa al PIB.
Instituto Complutense de Estudios Internacionales www.ucm.es/blogs/ICEIrsc
Helena Ancos Franco
Coordinadora del Programa de Trabajo de Responsabilidad Social Empresarial del Instituto Complutense de Estudios Internacionales. Representante en la UCM de la RedUNIRSE, red Iberoamericana de Responsabilidad Social Empresarial y Promotora en la Universidad Complutense de Madrid de la Red Interuniversitaria de Responsabilidad Social Empresarial. Ha sido Abogado y Profesora de Derecho Internacional Privado en la Universidad Europea de Madrid y en el Centro Universitario Francisco de Vitoria y en el Centro Universitario de Estudios Financieros de Madrid. Sus actuales líneas de investigación se centran en la búsqueda de modelos jurídicos y económicos que promuevan la rentabilidad de los negocios y el desarrollo social, así como mecanismos de colaboración público-privada para el desarrollo.