Por: Ramón Jáuregui
Hay momentos en la historia en los que todo empuja al cambio. A veces, el cambio viene de un descubrimiento tecnológico: la máquina de vapor a finales del siglo XVIII, o el motor eléctrico, a finales del siglo XIX, impulsaron la llamada Revolución Industrial. A veces, el cambio surge de un ideal cultural como lo fueron en diferentes momentos históricos el Renacimiento o la Ilustración. Otras veces, las grandes transformaciones surgieron como consecuencia de grandes hecatombes económicas o humanas: Roosevelt pilotó el “new deal”; en EE UU después de la gran depresión y los europeos construimos Europa, o la más avanzada arquitectura social del Estado del bienestar, sobre las ruinas de la gran guerra, a mediados del último siglo.
Pocas veces, sin embargo, las fuerzas que impulsan el cambio han sido tan variadas y convergentes como las que están teniendo lugar en estos años. La revolución tecnológica en todos los ámbitos del conocimiento es incomparable con cualquier otra en la historia. Internet es sólo el comienzo de un mundo que hoy no podemos predecir. La globalización económica, productiva y financiera está configurando un nuevo espacio planetario para todo y una nueva geo-estrategia económica, política y militar. El desplazamiento económico hacia Asia alumbra un nuevo reparto del poder y del progreso en el mundo. La caída del muro y la crisis financiera del capitalismo veinte años después nos arrastran a una redefinición ideológica cuyos perfiles sólo se intuyen todavía. A todo ello se unen fenómenos sociales profundamente transformadores: la revolución feminista, las migraciones masivas, el envejecimiento de Occidente o la concentración de la vida en ciudades y en las grandes conurbaciones.
La enorme crisis que estamos sufriendo es también expresión de estos cambios profundos que estamos viviendo y que no somos capaces de ordenar, de controlar y de dominar, generando estas sensaciones de desasosiego y de incertidumbre que tenemos todos, en Madrid y en Lima, en Frankfurt y en Pekín. La gente está preocupada porque percibe que no gestionamos los cambios. En Europa -más que en ningún otro lugar del mundo- esa incertidumbre es ya angustiosa.
La principal responsabilidad de este estado de cosas nos corresponde a los dirigentes sociales. Ya seamos dirigentes políticos, mediáticos, empresariales, o de otros muchos ámbitos. Pero no sólo. A la sociedad le corresponde también ponerse en pie, comprender los cambios y adaptarse a sus consecuencias, ser conscientes de que no valen viejas respuestas a nuevas preguntas. Entender los nuevos parámetros en los que se dilucida el futuro y aceptar esos nuevos escenarios. Cambiar nuestros esquemas, mentales y culturales, económicos y vitales, será necesario para sobrevivir y para superar esta crisis infinita, esta tormenta perfecta que estamos viviendo en Europa y en España, más en particular.
Cambiar quiere decir muchas cosas. Aceptar que la renta y la riqueza que creíamos tener, no es recuperable a medio plazo. Saber que tenemos que hacer un esfuerzo de competitividad personal en capacitación técnica, en dominios polivalentes, en idiomas extranjeros, en nuestra excelencia laboral. Cambiar es mirar al mundo como el campo de juego de nuestra actividad profesional, incluso de nuestro espacio vital, superando un chauvinismo localista, nefasto para los tiempos que corren. Cambiar es redimensionar nuestros servicios públicos a nuestras contribuciones fiscales y equilibrar ingresos y gastos a lo que verdaderamente podemos, no a lo que teníamos o a lo que creíamos poder.
Cambiar es asumir que todo tenemos que hacerlo mejor. Que la rutina nos arruina. Que hay que hacer las mismas cosas innovando, mejor y de otra manera. Que hay que hacer nuevas cosas. Siempre, mirando al mundo. Cambiar es comprender el trabajo y la empresa de otra manera, transformando la cultura del antagonismo social en comunidad de intereses, en corresponsabilidad y coparticipación. Cambiar es asentar valores de solidaridad e igualdad de oportunidades en una sociedad socialmente vertebrada, como espacio social, equilibrado, justo y sostenible.
Estamos viviendo un torrente de cambios y a veces la sociedad los mira como si no fueran con nosotros. Como si estuviéramos viendo un documental fantástico que describe una realidad ajena. Seguimos cómodamente sentados en nuestra butaca, sin comprender que son nuestras propias coordenadas las que se están alterando, un poco como los humanos de hace siglos, que al ver salir el Sol creían que era el astro rey el que giraba sobre la Tierra, hasta que llegaron Copérnico y Galileo para demostrarles que no, que era la Tierra la que giraba sobre su propio eje.
Algo parecido nos pasa ahora a los europeos. O somos capaces de hacer frente a los problemas de financiación de nuestras deudas soberanas, de gobernanza económica-monetaria, de envejecimiento acelerado, de dependencia energética, de falta de competitividad en la globalización, de calidad de nuestras universidades y de inversión en I+D+I, de desempleo masivo, etc., o podemos acabar siendo el más bello destino turístico del mundo. Hay que cambiar, porque las salidas a la situación que vivimos exigen cambios profundos en casi todo. Somos los líderes sociales quienes tenemos que pilotar estos cambios y vertebrar a la sociedad hacia la superación de estos retos formidables. Pero no será posible hacerlo si no generamos un cambio de actitudes y aptitudes sociales hacia el cambio cultural que nos exige el nuevo tiempo. Hay que cambiar porque, mañana, nada será igual.