La emigración tiene muchas caras. Pocas son lindas. La mejor es la legendaria que nos muestra al emigrante que consigue una nueva patria.
Un lugar donde puede trabajar, en el que, ahora sí, vislumbra un futuro y en el que el presente se traduce en dinero que puede enviar a su familia y con el que, con el tiempo, puede traer a su gente para estar juntos otra vez.
En los últimos tiempos, incluso antes de la crisis, eso ya ocurría poco. Los países desarrollados se han ocupado en elaborar normas inmigratorias cada vez más severas. Algunas con un tufillo racista muy fuerte; tanto, que generan protestas internas pero a la vez y como contrapartida, también la aparición de grupos que han hecho de la discriminación su bandera. Muchas paredes de Madrid, en octubre pasado, amanecieron empapeladas con grandes pósters desde los que un llamado Frente Nacional clamaba: “Si eres español tú siempre primero”.
En Europa los ministros del ramo, sin excepción, manejan continuamente nuevas formas para tapar cualquier tipo de agujero en las fronteras. Se barajan ideas como la de comprometer a los países de origen en el control de la emigración: quizás pretendan que se transformen en cárceles —como Cuba— y no dejen salir libremente a la gente. Prosperan iniciativas aún más sofisticadas como la de la “emigración selectiva”, una de las peores formas de discriminación y de explotación y que muestra cuánto de falso hay en la inquietud y compromiso que se manifiesta desde el mundo desarrollado por el resto del planeta.
Y como muestra basta un botón. Para este lunes 8 de diciembre el gobierno de Quebec (Canadá), a la busqueda de “profesionales latinoamericanos” anuncia una reunión en Montevideo (Uruguay) para presentar su programa “de inmigración para trabajadores calificados”. La convocatoria es para dar “a conocer detalles sobre el proceso de integración a la sociedad quebequense y el apoyo gubernamental para facilitar la llegada y adaptación de los inmigrantes”.
Las promesas no son pocas, Quebec, donde “miles de latinoamericanos viven y trabajan legalmente” y siempre son “bienvenidos”, cuenta “con altos índices de desarrollo, calidad de vida y una renta per capita anual de 31 mil dólares estadounidenses” e “índices de violencia urbana sumamente bajos…”. Qué más se puede pedir.
Eso sí “para participar el interesado necesita tener formación universitaria o técnica, experiencia profesional comprobada y, preferentemente, hasta 35 años…”.
Estas condicionantes hacen ocioso cualquier comentario. Sólo algún dato para entender mejor el tema: en Uruguay, donde la gran mayoría de los universitarios y técnicos egresan de institutos públicos que son gratuitos, la formación de un profesional le cuesta al Estado entre 50 y 80 mil dólares, los que son pagados por los contribuyentes uruguayos.
Qué gracioso ¿no? Los uruguayos pagan la formación de sus jóvenes y cuando estos están listos para retornar a la sociedad lo que recibieron de ella, es decir y para ser concretos, cuando comienzan a aportar a la seguridad social, vienen los canadienses y se los llevan. Y esto no sólo pasa con respecto a Uruguay.
Sería interesante que tanta fundación alemana, sueca, canadiense o norteamericana, o el mismo PNUD, a las que tanto preocupan los “problemas sociales” de América Latina, financiaran algunos programas para estudiar este fenómeno de “ayuda y solidaridad” desde el desarrollo. Quizás hasta lleguen a la conclusión de que es un tema que debería ser pasado al Tribunal Internacional que funciona en Holanda.
Lo que sería inaceptable es que al final nos vengan a decir que la solución pasa por cerrar fronteras, de un lado y del otro, y que sólo las podrán traspasar los elegidos o seleccionados.
El autor es miembro consultivo de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y del Comité Coordinador Mundial de Libertad de Prensa
Fuente: El Universal