Muchos creen que la felicidad se alcanza teniendo autos, ropa de marca, asistiendo a eventos sociales y acopiando dinero en sus cuentas; esta idea es errónea, ya que los bienes materiales no son la respuesta. Son esos pequeños placeres de la vida, valorar lo que tenemos y quienes somos en esencia, así como aprovechar nuestros propios recursos los que nos hacen alcanzar este estado. Lamentablemente no muchos lo entienden y pasan gran parte de su existencia quejándose de aquello que carecen o de lo que les hizo falta en determinado momento, sin percatarse de que la riqueza es ser… no tener.
Por desgracia, cuando hemos sufrido carencias o nuestra inteligencia emocional no es lo suficientemente fuerte para comprender que no necesitamos compararnos o pertenecer a círculos superiores, las decisiones que tomamos cuando tenemos un poco de poder se vuelven poco éticas, deshumanizadas y abusivas para con los que nos rodean… No siempre es así, pero basta ver el caso de muchos políticos o empresarios deshonestos para ver que la responsabilidad no es su fuerte. No obstante, la vida siempre da grandes lecciones y hoy esta estudiante tiene una que darte.
¿Qué se siente estar sin recursos en una universidad privada?
Virginia Kettles, quien estudia en la Washington and Lee University, abordó el tema, en una carta, sobre qué se siente aprender en un colegio donde tus compañeros y amigos tienen la fortuna de gastar 250 dólares cuando quieren ir a ver un espectáculo y tú no tienes esa opción; su respuesta no pudo ser mejor:
Durante mi primer año de universidad, fui a Nueva York con un grupo de compañeros para realizar un trabajo escolar. Al final del día, varios de los estudiantes hablaron sobre salir un rato de la ciudad, antes de cenar.
“Será muy divertido, tienes que venir con nosotros”, me comentaron mis compañeros. Decidí acompañarlos, cuando finalmente llegamos a la zona comercial de Nueva York, nos encontramos rodeados de tiendas y restaurantes de lujo.
Sintiendo un nudo en el estómago, comencé a seguirlos hasta una tienda; cuando entramos comencé a observar las luces, sus superficies tan brillantes y la prendas tan hermosas que había. Vi una chaqueta muy bonita pero cuando noté que costaba 530 dólares la solté.
En ese momento una de mis compañeras se acercó y me dijo: “esa chaqueta se vería bastante linda en ti”, la puso contra mi pecho y agregó: “Mira, hasta combina con tu color de cabello, ¿por qué no te la llevas?”.
Le respondí que estaba bien sin ella, cuando me percaté de la gran cantidad de ropa que ella y Melanie llevaban contra su pecho. Una de ellas comentó: “¡Oh Dios mío! Trato de venir a Nueva York muchas veces, ya que en una ciudad universitaria como donde vivimos, no hay tantas tiendas de ropa”.
Estuve a punto de soltar una carcajada cuando vique Melanie se dio la vuelta para inspeccionar un vestido de 1.000 dólares que estaba detrás de ella, después de eso y de ver la cantidad de ropa que llevaba, supe que lo que decía era una verdad para ella.
La mayoría de los estudiantes que fueron con nosotros, terminaron gastando miles de dólares en la ropa, y fue hasta que terminaron de comprar que fuimos a cenar a un restaurante que estaba cruzando la calle.
Era uno de los lugares más bellos y agradables que había visto durante el año pero decidí pedir el aperitivo más económico que pude encontrar, y comencé a comer, mientras escuchaba las anécdotas de mis compañeros quienes compartían sus viajes pasados a Europa o criticaban a las personas que hacían el aseo en sus casas.
Cuando la cena terminó, uno de los estudiantes sugirió ir a ver una obra en Broadway; uno de ellos sacó su teléfono y nos comentó que el espectáculo estaba en $250 por boleto.
Muchos comentaron: “¡Qué barato! ¡Tenemos que ir”, Melanie, quien llevaba su chaqueta nueva, me preguntó si asistiría. Yo sabía que no podía ni pagaría $250 por un espectáculo, así que le dije: “No, muchas gracias. Tengo que regresar a estudiar”.
Ella se encogió de hombros y se marchó con los demás. Yo, regrese sola al hotel y pasé la noche estudiando para mi próximo examen de Sociología.
Cuando deje de estudiar, me acosté en la cama y me pregunté cómo era la vida para mis compañeros, quienes no les dolía o afectaba gastar miles de dólares en ropa, en viajes y en espectáculos caros, o qué se sentía asistir a campamentos privados, tener mucama o alojarse en hoteles de lujo.
Sin embargo, y para ser honesta, convivir y estar rodeada por compañeros que han tenido todos los bienes materiales, me resultaba fascinante y un gran experimento.
Curiosamente, la verdad, no me siento avergonzada por no poder gastar en ropa como lo hacen ellos. Tampoco me avergüenza decir “no”, una y otra vez, a ese tipo de lujos y gastos, porque mi familia no tiene el suficiente dinero para invertirlo en esas compras… y lo más importante:
Estoy orgullosa de lo que soy, y de donde he venido. Eso es suficiente para mí.
Por medio de esta carta. Virginia comparte que no le incomoda no poder gastar como sus compañeros, ni se siente resentida con sus padres debido a que no le pudieron dar el mismo nivel de vida, porque al final, las cosas materiales se acaban y lo que de verdad perdura es la forma en que trascendemos en la vida, la imagen y el impacto que tenemos en otros, en el mundo, en nuestro entorno.
La historia de Virginia no es la única, alrededor del orbe existen grandes personas que sin tener grandes recursos, ni todo el dinero han logrado sobresalir y convertirse en un ejemplo para su comunidad y el planeta entero.
Otros ejemplos reales
Muhammad Yunus: fue el tercero de nueve hijos y su madre padecía una enfermedad sicológica; a pesar de haber estudiado en el extranjero y ser un experto en su materia, decidió regresar y rescatar a sus compatriotas víctimas de préstamos agiotistas, para así crear el denominado banco de los pobres, que le hiciera acreedor del Premio Nobel.
Malala Yousafzai: a pesar de tener todas las apuestas en contra, de haber recibido un tiro y de casi morir, sigue impulsando por el mundo su defensa de las niñas y el derecho de estas a recibir educación, siendo hoy la ganadora más joven del Premio Nobel de la paz y embajadora de la ONU.
Chris Gardner: en quien se basara la cinta «En busca de la felicidad» fue hijo de un matrimonio problemático, donde su padre golpeaba a la madre; vivió en hogares para niños, fue abandonado por su pareja, tuvo que criar solo a su hijo y vivir precariamente hasta conseguir a base de trabajo un empleo estable. Hoy hace inversiones en Sudáfrica que crean cientos de empleos para la nación; también coopera en varias organizaciones filantrópicas como «Cara Program» y la Iglesia Metodista de San Francisco quiénes más le ayudaron cuando lo necesitaron él y su hijo.
Phiona Mutesi: perdió todo cuando su padre murió y literalmente tenía que trabajar por alimento diario, hoy es reconocida como una de las campeonas más prominentes en el mundo del ajedrez y una promotora del empoderamiento femenino.
Historias como las anteriores abundan. Personas que no se dejaron influenciar por sus entornos, no se dejaron deslumbrar por esas realidades efímeras que el dinero a veces dibuja, sino que entendieron que hay más riqueza en el ser que en el tener.
Este tipo de individuos son los que hoy necesitan las empresas; este tipo de líderes, que estén convencidos de lo que son, de sus valores y de lo que representan… por desgracia, estos perfiles no abundan y es necesario seguir buscándolos hasta encontrarlos y hacerlos componentes del cambio.
Cuando alguien de verdad se propone conseguir algo y utiliza los pocos o grandes recursos que tiene para alcanzar su objetivo, sin abusar de la gente ni del entorno, tiene asegurada la trascendencia, porque al final del día, tener todo el dinero del mundo no define tu propósito en la vida ni te garantiza alcanzar el éxito.