La presión por más transparencia lleva a los bancos helvéticos a buscar nuevos clientes emergentes
Coches deportivos pasean sin capota bajo un sol esperado durante meses en Zúrich. Mujeres, subidas en tacones, lucen las piernas al aire, y en las terrazas los banqueros encorbatados conversan animadamente. La aparente placidez que se respira en las calles del cuartel general suizo de la banca esconde una revolución en ciernes: el fin del secreto bancario.
Desde que en 1934 Suiza legalizara su opacidad, clientes de cualquier rincón del mundo tienen garantizada en este pequeño y próspero país la confidencialidad de sus movimientos financieros. Los delitos, ya sea el blanqueo de dinero, la financiación de terrorismo o cualquier otro, marcan en principio los límites del secreto bancario. Terceros países pueden pedir informaciones específicas a los bancos helvéticos. Un acuerdo en el marco de la OCDE amplió en 2009 el tipo y las condiciones de transferencia de información para usos fiscales. Desde 2004 Europa tiene un pacto —de escasa cuantía económica— que obliga a Suiza a devolver a los países miembros un porcentaje de los impuestos recaudados a sus clientes sin facilitar nombres ni apellidos. Lo que no hay es un “intercambio automático de datos” como el que exige ahora Bruselas porque las instituciones comunitarias sospechan que es una rendija que permite a defraudadores esconderse tras lo que en la jerga de los banqueros suizos se conoce como “cuentas no declaradas”.
Estos fondos conviven con fortunas consideradas limpias y multitud de servicios y productos financieros que atraen a clientes de medio mundo a este refugio de estabilidad política y financiera.
Al calor del secreto bancario y la tradición bancaria de esta plaza ha florecido en Suiza una industria compuesta por 312 bancos, que operan 29.000 empleados y que proporcionan al país el 10,3% de su PIB. Pero el modelo de negocio bancario que de tan buena salud ha gozado en Suiza durante décadas parece estar tocando a su fin. Aquí, en Zúrich y también en Berna, en la sede del Gobierno, políticos y banqueros hablan ya del fin del secreto bancario como un hecho inevitable. Los suizos sienten que no les queda otro remedio. Puede que intenten arrastrar los pies durante un tiempo, pero pocos dudan de que llegará el fin del secreto.
Dicen que son conscientes de que las crisis financieras globales han despertado en los países afectados una renovada sed de impuestos y de gestos hacia los electorados desencantados. De que en varios países —España incluida—, sonados escándalos de corrupción conducen hasta fortunas sin declarar en cuentas suizas; algo que aumenta la presión. Y Bruselas, y sobre todo Washington, ahora van en serio.
La estrategia de los bancos pasa por adelantarse y trabajar a destajo para adaptar su negocio a la era post-secreto bancario. No hay estimaciones oficiales, pero por ejemplo UBS calcula que entre 12.000 y 30.000 millones de dólares (9.000 y 22.500 millones de euros) de clientes europeos podrían emigrar de sus oficinas suizas de levantarse el secreto.
Tienen claro que el dinero europeo ya no tiene futuro; piensan que muchos europeos no depositarán sus ahorros en Suiza si tienen que declararlos. Por eso, la pelea se centra ahora en el botín emergente —fortunas procedentes de América Latina, Asia, Oriente Próximo y hasta África— , cuyos países no van a exigir transparencia y en los que las fortunas escapan más de la inestabilidad política y monetaria que del fisco. Los grandes bancos con oficinas en otros continentes, han empezado a sacar de Suiza discretamente a sus clientes europeos.
Unos bancos conseguirán adaptarse mejor y otros peor, según los expertos, que vaticinan la muerte de los más pequeños y la supervivencia de los grandes. Las entidades gigantes tienen en torno al 25% de sus fondos en el mundo emergente y para ellos resultará más digerible. Su existencia no está digamos, amenazada. El 25% es dinero europeo y el otro 50% está en sucursales de bancos suizos en los países de residencia del cliente. “Pero los pequeños, los que no tienen diversificada su cartera de clientes, perderán muchísimo dinero y tal vez sean incapaces de lidiar con la carga de trabajo que supondrá el intercambio de datos con las autoridades y las nuevas regulaciones”, estima Christian Stark, analista de renta variable y director de Chevreux Switzerland. “Vamos a asistir a una concentración de bancos. A medida que cierren o se vendan a otros más grandes, se perderán muchos empleos”, termina Stark.
“No tenemos otra opción”, se queja un veterano banquero, que elige para hablar en voz baja un asiento al fondo de una elegante cafetería de la Banhofstrase, la meca de la banca internacional en Zúrich. “Si no aceptamos, amenazan con aplicarnos algo así como un embargo a la iraní. Si no podemos operar en dólares, tendremos que cerrar el negocio”, advierte este gestor de fortunas emergentes que asegura que llevan “mucho tiempo” preparándose para el gran cambio. “Los clientes europeos los damos por perdidos; es dinero viejo. Lo que nos interesa es Asia, el Pacífico, América Latina, Rusia e incluso África”. Se queja de lo que como él, muchos aquí consideran el doble rasero, creen que se trata de forma injusta a Suiza. ¿Qué hay de Delaware, de Singapur, de Bahamas?, se escucha a menudo.
A medida que se aproxima la anunciada revolución, se calientan los ánimos en los bancos. “La gente está muy, muy nerviosa”, dice un joven gestor de grandes fortunas internacionales de Zúrich. “Ha empezado a desplomarse el valor de los asesores y para muchos compañeros, los bonus han desaparecido. Esto no tiene precedentes. Se ha desatado una guerra financiera”.
En la sede del Gobierno suizo, en Berna, también se respiran aires de cambio. “El secreto bancario forma parte de nuestra identidad. Es la manera que tenemos de relacionarnos con el Estado. Es un elemento importante de defensa de la privacidad”, empieza Yves Rossier, secretario de Estado de Exteriores suizo en su despacho. “Pero ahora hay que encontrar la fórmula para ponernos de acuerdo”, afirma.
Las autoridades y la banca suiza aspiran a ganar tiempo, mientras tratan de que los paraísos fiscales se suban también al carro de la transparencia para evitar una sangría de clientes hacia otras plazas de rápido crecimiento como Singapur. Tratan de contener las futuras pérdidas.
Luego está la lucha por los capitales limpios, los que huyen de los cataclismos europeos, como pasó con los clientes rusos que tenían sus millones en Chipre y por último la salida de fondos de Suiza gracias a las amnistías fiscales de algunos países europeos. Hay en definitiva, un trasiego de fortunas en disputa, que una vez que amaine la tormenta no está claro dónde van a acabar.
La Unión Europea y Estados Unidos se impacientan y exigen a Suiza que comparta la información que concierne a clientes extranjeros que podrían ser defraudadores. El caso estadounidense es el que genera estos días un intenso debate en Suiza. El Parlamento debe aprobar de urgencia un acuerdo semiopaco alcanzado entre la ministra de Finanzas suiza y las autoridades de EE UU. La idea es permitir de forma excepcional a una docena de bancos con sede en Suiza aportar información que permitiría dar con posibles defraudadores estadounidenses y de paso evitar cuantiosas multas como la que pagó UBS a la justicia estadounidense —780 millones de dólares— o la acusación que obligó a principio de año a echar el cierre a Wegelin, el banco más antiguo de Suiza por encubrir y colaborar con los defraudadores. Esa caída ha servido de aviso a grandes y pequeños. Ningún banco se siente a salvo después de Wegelin.
El que negocian Washington y Berna es un acuerdo muy complejo rodeado además de un tremendo secretismo, pero que en esencia supondría una violación del hasta ahora sacrosanto secreto bancario para ceder a las exigencias de Washington. Hasta ahí, lo que regularía fraudes pasados. Para el futuro, EE UU propone un nuevo marco legal, el llamado Fatca, que debería entrar en vigor el año que viene y que supone para la banca además de una revolución, una claudicación en toda regla.
El caso europeo es diferente. En la última cumbre, los jefes de Estado y de Gobierno de la UE acordaron poner fin a los paraísos fiscales antes de 2014 a través del llamado intercambio automático de datos entre los países. Austria y Luxemburgo, los más recalcitrantes, acabaron por dar su brazo a torcer con una condición. Que Suiza también intercambie sus datos a partir del año que viene. La pelota quedaba de nuevo en el tejado suizo. Bruselas sin embargo, asusta bastante menos que Washington. El Gobierno suizo confía en que los europeos tarden como acostumbran mucho tiempo en acordar una posición unánime y advierten de que todavía no han recibido una propuesta concreta de Bruselas. Pero en Berna también saben, que una vez que hayan cedido con los estadounidenses, les resultará muy difícil negarse ante los europeos y que entonces solo les resta confiar en la histórica capacidad de supervivencia y adaptación del capitalismo suizo.
Varias fuentes oficiales consideran que la efervescencia del debate sobre el fin del secreto bancario no tiene precedentes. Aseguran que están dispuestos a discutir con los europeos, pero siempre que la propuesta sea sobre un acuerdo global, en el marco de la OCDE, no solo de la UE. En cualquier caso, argumentan, cualquier cambio debe seguir el curso parlamentario nacional. “En Suiza hay un proceso democrático que hay que respetar”, advierte en una cafetería de Berna, Anne Césard, portavoz del departamento de Finanzas internacionales, el organismo del Gobierno que se ocupa del asunto.
Hasta ahí, la batalla legal y diplomática. Luego está la guerra de guerrillas. El contrabando de datos de clientes europeos que se venden y se compran y que terminan en los tribunales de los países europeos. Los discos con información se venden al mejor postor, Gobiernos incluidos, según denuncia periódicamente la prensa local. El Estado alemán de Renania del Norte-Westfalia, por ejemplo, es uno de los más activos en la compra de datos sustraídos por empleados anónimos de la banca. Se fotografían las matrículas de los clientes que entran en los bancos. Los vigilantes privados de las entidades financieras tienen ahora doble trabajo. Controlan a los controladores. Es decir, vigilan a los espías que envían los Gobiernos extranjeros y que merodean por los alrededores de las oficinas a la caza de defraudadores.
La gran filtración de HSBC —los datos de decenas de miles de clientes quedaron al descubierto— ha dado pie a una nueva manera de funcionar. Una empleada de un gran banco que pide el anonimato, da cuenta del estado de las cosas. “Es una locura. Hay una verdadera obsesión por la seguridad. Hace tiempo que cuando los gestores cruzamos la frontera en coche tenemos cuidado de no llevar ningún documento que pueda identificar a los clientes por si nos para la policía alemana. Pero es que esto no tiene fin. La última filtración la hicieron fotografiando una pantalla de ordenador con datos con un teléfono móvil y eso no hay servicio de seguridad informático que lo impida”.
El espionaje y el contraespionaje han propiciado un clima de paranoia en la plaza, que contribuye sin duda a que algunos bancos se hayan dado por vencidos y sientan que es hora de cambiar y de establecer nuevas reglas del juego. Quieren seguridad jurídica y saben que en los tiempos que corren, aspirar a evitar la mínima filtración es como querer poner diques al mar. Imposible.
Predicciones aparte nadie sabe a ciencia cierta cómo se reestructurará la plaza financiera suiza. Parece claro que los tiempos del abuelo alemán cruzando la frontera con medio millón de euros en al maleta o los extintores de los coches rellenos de billetes han tocado a su fin. Y es también evidente que el modelo de negocios está sufriendo una transformación drástica. Lo que no está tan claro es qué tipo de transformación deparará la nueva era y esa es la gran preocupación que rumian muchos banqueros suizos día y noche.
Al mediodía, un joven gestor de grandes fortunas aprovecha la pausa para comerse un bocadillo y despejarse en un banco de madera al borde del lago de Zúrich. El banquero comparte sus reflexiones con sinceridad. “No temo al futuro. Ahora debemos adaptar nuestro modelo de negocio y tal vez sea para bien. En cualquier caso, creo que a nosotros siempre nos va a ir bien. Somos conscientes de que a pesar de todo, el viento sopla a nuestro favor. En el mundo los ricos se hacen cada vez más ricos y siempre van a necesitar a alguien que les escuche e invierta su dinero por ellos y para eso estamos nosotros”
Fuente: El País