Es conocida la anécdota del directivo que asiste a un curso de ética empresarial y, al acabar, le agradece al profesor su contribución porque gracias al curso podrá escoger la teoría ética que resulte más adecuada para justificar la decisión que previamente ya habrá tomado. Esta anécdota refleja la deriva que –con independencia de la voluntad y la intención de los profesores de ética- a menudo favorecen los cursos de ética empresarial. Simplificando, sería algo así como: a) existen diversas aproximaciones a la ética, todas ellas con un cierto número de razones plausibles a su favor; b) como existen diversos puntos de vista y todos son respetables en algún grado y ninguno concluyente, lo más adecuado es respetar los diversos puntos de vista y no pretender «imponer» ninguno; c) lo que supone que el propio punto de vista, de acuerdo con lo anterior, es por sí mismo respetable, lo que acaba eximiendo de mayores esfuerzos al respecto; d) las doctrinas éticas discuten entre sí sin mayores contactos con la realidad que preocupa o ocupa a quien asiste a sus cuitas: son muy abstractas (sic) y lejanas a la realidad, por lo que debe ser ésta la que debe delimitar el ámbito de actuación posible en relación con los diversos puntos de vista que se ofrecen desde la ética. Corolario: hay que ser ético –por supuesto- pero es imposible saber a ciencia cierta en qué consiste; si se llega a saber, saberlo no supone que se sepa cómo hacerlo; y, en cualquier caso, lo uno y lo otro requieren de un tiempo del que no se suele disponer excepto en el aséptico entorno de un aula, que para eso están.
Quizás recuerden la vieja película de Anthony Mann, Cimarrón. El protagonista (Glenn Ford) es un hombre íntegro e idealista que participa, a finales del siglo XIX, en la mítica colonización del Oeste. En la construcción del sueño americano, él tuvo todas las oportunidades de triunfar a su alcance: la obtención de las mejores tierras en la distribución de parcelas, los favores de una prostituta propietaria de uno de los mejores ranchos, los honores de participar en la guerra contra España en Cuba, la fama y la influencia como director de un periódico, el liderazgo cívico y el reconocimiento derivados de la gestión de los prejuicios raciales en la convivencia con los indios, el acceso a una inmensa fortuna obtenida con la explotación de los primeros pozos de petróleo, el poder y el honor si aceptaba el cargo de gobernador por Oklahoma, etc. La historia del protagonista muestra, sin embargo, el precio a pagar por no querer renunciar a sus valores y por mantenerse coherente con sus ideales: enfrentamientos con su mujer, su entorno y la sociedad hasta convertirse en un outsider, hasta acabar marginado por desaprovechar las grandes posibilidades de una tierra y un mundo en cambio que lo único que esperaban de él era que fuera más listo y que suavizara sus escrúpulos éticos.
Esta historia, a pequeña escala, no está muy lejos de nuestra propia realidad cotidiana. Hoy el problema fundamental que tenemos con los valores no radica en su definición o clasificación ni tampoco en su identificación, elección o promoción. No. El problema que tenemos la mayoría con los valores radica en que configuren maneras de proceder. Hoy lo que necesitamos es sobre todo preparación y práctica para la acción orientada a y desde los valores. Como individuos, como organizaciones y como país tenemos problemas para saber desarrollar estrategias efectivas que nos ayuden a poner en práctica nuestros valores. ¿Por qué, a pesar de tenerlos claros no conseguimos llevarlos a la práctica? En el día a día escuchamos a menudo expresiones como: «en esta empresa no nos podemos permitir el lujo de tener valores» o «yo tengo las manos atadas, no se puede hacer nada», o «actuar de acuerdo con tus valores no es tan fácil sobre todo cuando vives o trabajas en un entorno que es contrario a ellos», o «en el contexto actual, con tal de conseguir dinero (o resultados, o trabajo) uno sería capaz de hacer cualquier cosa».
Es habitual que, ante estas dificultades, acabemos por racionalizar o autojustificar nuestra incapacidad de coherencia entre los valores en los que decimos que creemos y nuestras prácticas. O bien que abandonemos todo intento de actuar de acuerdo con nuestras convicciones porque no creemos que en el entorno que nos ha tocado vivir o trabajar sea posible hacerlo o los valores tengan la más mínima importancia. Es como si nos encontráramos atrapados por las circunstancias o nos viéramos forzados a actuar de una manera opuesta a nuestros valores. En más de una ocasión he escuchado a profesionales decir, refiriéndose a su organización: «aquí, si haces las cosas bien no te pasa nada y si las haces mal tampoco. Por lo tanto, ¿por qué esforzarse?» Es decir, el entorno te condiciona de tal manera, que acabas indiferente y/o frustrado. Por el contrario, en los casos de aquellas personas que se resisten al conformismo respecto al incumplimiento de los valores puede que sean consideradas poco comprometidas con su organización o que se las excluya de los círculos internos y de las conversaciones donde se deciden las estrategias reales del grupo.
¿Podemos (y queremos), pues, guiarnos en la vida conforme a nuestros valores? ¿Podemos mantener una cierta coherencia entre nuestros valores formulados y nuestros valores practicados? ¿O más bien debemos asumir que esta distancia entre lo que decimos y lo que hacemos, entre declaración y acción, es insalvable?
Mary C. Gentile, en el libro que tiene en sus manos, explora qué estrategias exitosas han desarrollado los líderes y los jóvenes directivos para conseguir poner en práctica sus valores en contextos organizativos adversos o, al menos, aparentemente no fáciles. La cuestión podría parecer secundaria si no fuera porque la mayor parte de centros formativos comparten la sospecha de que, en relación con la transmisión y práctica de los valores, algo falla cuando estos jóvenes transitan de la universidad al mundo profesional y de la empresa. Siguiendo a A. O. Hirschman, Gentile tipifica tres modelos de respuestas ante situaciones organizativas donde se incumplen los valores. Una es la lealtad: hacer sumisamente lo que te piden. La otra es la salida: evitar el problema abandonando el lugar. La tercera es la voz: encontrar una manera original de hacer oir o «dar voz» a los valores y conseguir cambiar la situación. Lo interesante del libro de Gentile es que las situaciones que describe en las que finalmente las prácticas se adecuan a los valores no guardan relación con iniciativas heroicas o actitudes temerarias que ponen en peligro el puesto de trabajo de las personas, sino que más bien nos habla de saber desplegar una especie de inteligencia contextual basada en estrategias bien planificadas y estructuradas: la capacidad de negociación, la orquestación de conversaciones ad hoc, el planteamiento de preguntas adecuadas, la identificación y creación de redes de aliados, el control de la reacción emocional ante situaciones incómodas, la ejemplaridad, la detección de los factores inhibidores y la invención de formas para neutralizarlos, la distinción entre lo que son órdenes, preferencias y simples opiniones de los jefes, etc. La conclusión es esperanzadora: podemos dar voz a nuestros valores y mejorar nuestras vidas y organizaciones.
Pero, ¿cómo avanzar en esta dirección? Y, ¿qué enfoques y estrategias son los adecuados para este planteamiento orientado hacia un aprendizaje que integre los valores? Uno de los cambios clave que propone Gentile consiste en lo que podríamos denominar dejar de hablar en tercera persona y pasar a hablar en primera persona. Construir sobre el propio itinerario vivido y no a partir de discursos extrínsecos. Entre otras razones porque a menudo el conflicto no es entre valores (y, mucho menos, entre el bien y el mal) sino entre situaciones, decisiones y líneas de actuación que no permiten satisfacer simultáneamente todos los valores que se proclaman, incluso cuando se proclaman con sinceridad. El problema no es listar nuestros valores y jerarquizarlos en un papel, sino decidir en encrucijadas donde no es posible satisfacer a la vez todo lo que afirmamos cuando hacemos declaraciones sobre valores.
Y ahí es donde se sitúa otra de las aportaciones del planteamiento de Gentile. Si antes señalaba lo importante que es hablar en primera persona y no deductivamente desde lo abstracto (o, peor aún, navegar indefinidamente en vaporosas declaraciones de principios ante los que es imposible no estar de acuerdo), ahora cabe subrayar algo más. Lo que me atrevo a denominar, quizás de manera excesivamente coloquial, un enfoque no depresivo al tratar de valores. Es decir, un enfoque que no piensa en, sobre y tras los valores a partir de malas prácticas, incompetencias o dificultades. Se trata de construir a partir de las experiencias y aprendizajes vividos en los que ha sido posible, factible y viable «dar voz a los valores»… y compartirlo, por supuesto. No se trata simplemente de conformarse con ello ni darlo por bueno, pero sí de asumir que solo podemos crecer a partir del propio bagaje -enriquecido y contrastado, ciertamente- porque esto es lo que nos permitirá integrar en nuestras manera de proceder nuestro discurso valorativo y apropiarnos de él. Y esto facilita algo que, desde el debate en el que están inmersas actualmente las escuelas de negocios, es fundamental y uno de las contribuciones más valiosas del planteamiento de Gentile: lo que propone no es algo limitado a los supuestos especialistas en temas de ética y valores, sino una metodología que pueden asumir (y se invita a que lo hagan) profesores de cualquier disciplina. Es una propuesta, pues, que se orienta a resolver la clásica aporía sobre la materia: ¿una disciplina o un enfoque transversal a todas las disciplinas? Lo que presenta Gentile permite ambas cosas a la vez y, además, de manera coordinada y consistente.
Todo lo anterior no debe impedirnos caer en la cuenta de que la propia Gentile nos señala en su propio texto algunos de los itinerarios que quedan pendientes, y que deberemos recorrer si queremos llegar a fondo en la cuestión que nos ocupa. Y es de agradecer que los señale, consciente y deliberadamente, con claridad. En primer lugar, su propuesta requiere más pronto que tarde enfrentarse a lo que podemos denominar el reto del autoconocimiento. Un reto que se sitúa más allá de autismos, subjetivismos o ensimismamientos, y que no se resuelve con unas migajas de caricias o cosquillas emocionales, tengan forma de terapia o no. En segundo lugar, precisamente porque supone crecimiento y desarrollo personal compartidos, tarde o temprano requerirá una mínima confrontación con la calidad ética de los valores asumidos. No hay management sin valores, pero hay mucho management que asume acríticamente los valores imperantes sin más. Es precisamente esta dinámica de deliberación consciente a partir del propio itinerario la que permite abordarlo con sentido y no como unos meros ejercicios mentales o racionales que solo funcionan fuera de contexto. Por eso, y en tercer lugar, es importante destacar que tarde o temprano aparece el reto de explicitar el (propio) propósito y de construir sentido. O, en palabras de Gentile: «directivos de muchos niveles nos han contado que un importante elemento capacitador para la acción basada en valores es la claridad, el compromiso y el coraje que nacen de actuar desde nuestro propio centro, encontrando cómo alinear lo que ya somos con lo que decimos y hacemos». En otras palabras, creo que quien se toma crecientemente en serio sus valores tarde o temprano deberá cultivar y cuidar explícitamente lo que Gentile denomina «actuar desde nuestro propio centro»… lo que requiere, obviamente, identificarlo y conectar con él.
Una última observación. Aunque sea su ámbito concreto de origen, sería un grave error creer que este libro solo debe interesar a quienes están vinculados de un modo u otro a las escuelas de negocios. Este es un libro para educadores, para educadores que, por supuesto, estén interesados por no desvincular la pregunta por los valores del acompañamiento educativo. Las asunciones que propone o algunos marcos de referencia (como la diferencia entre razones y racionalizaciones, por ejemplo) pueden ser de sumo interés para todos los educadores que vinculen la pregunta por los valores como algo intrínseco al proceso educativo.
Claro que, ahora que lo pienso, ¿es que existe –propiamente- educación sin dar voz a los valores?
Josep M. Lozano
Profesor del Departamento de Ciencias Sociales e investigador senior en RSE en el Instituto de Innovación Social de ESADE (URL). Sus áreas de interés son: la RSE y la ética empresarial; valores y liderazgos en las organizaciones; y espiritualidad, calidad humana y gestión. Ha publicado sus investigaciones académicas en diversos journals. Su último libro es La empresa ciudadana como empresa responsable y sostenible (Trotta) Otros de sus libros son: Ética y empresa (Trotta); Los gobiernos y la responsabilidad social de la empresa (Granica); Tras la RSE. La responsabilidad social de la empresa en España vista por sus actores (Granica) y Persona, empresa y sociedad (Infonomía).
Ha ganado diversos premios por sus publicaciones. Fue reconocido como Highly commended runner-up en el Faculty Pionner Award concedido por la European Academy of Business in Society i el Aspen Institute. Ha sido miembro de la Comissió per al debat sobre els valors de la Generalitat; del Foro de Expertos en RSE del MTAS; del Consejo Asesor de la Conferencia Interamericana sobre RSE del BID; y de la Taskforce for the Principles for Responsible Business Education del UN Global Compact. En su página web mantiene activo un blog que lleva por título Persona, Empresa y Sociedad