Por Iliana Molina
Me gusta la primera acepción del término “empresa” que da la Real Academia Española: “Acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo”; creo que refleja muy bien la situación que enfrentamos muchas personas, independientemente de la generación de ingresos o desarrollo que conlleve nuestro empeño. De cierta manera, los valores y principios de la empresarialidad se pueden aplicar a procesos de los distintos actores para que mejoren sus desempeños y puedan transmitirlos a las personas con las que trabajan.
Sin embargo, los términos relacionados con la empresa generan, en ciertos contextos, aversión o rechazo. Más que representar un instrumento para generar progreso y desarrollo, la empresa y sobre todo el empresario son vistos como actores abusivos, represivos e incluso destructivos.
Más allá de estas afirmaciones, conviene rescatar el sentido original de la creación de empresas. Efectivamente, están relacionadas con la generación de utilidades económicas a través de bienes y servicios, pero también juegan originalmente un rol social importante, vinculado con el crecimiento individual (trabajo digno) y colectivo (progreso).
La promoción de desarrollo de capacidades empresariales en comunidades en situación de pobreza y marginación es tan necesaria como compleja. Son contadas las experiencias en trabajo con comunidades que promueven el desarrollo de habilidades empresariales, aunque éstas representan un pilar fundamental para la sostenibilidad a largo plazo.
Dejando a un lado la semántica, conviene indagar en las comunidades el nivel de emprendimento o empresarialidad que ya existe para llevarse algunas sorpresas. No todos nacimos para ser empresarios, pero en mi experiencia existen en las comunidades, aun en las más marginadas, personas que poseen todas las características para ser empresarios exitosos.
¿Qué falta entonces para que salgan de la condición de pobreza en la que están?
Entre otros factores, el desarrollo empresarial que les permita visualizarse como una empresa y organizarse como tal, generando un modelo de negocios que puedan probar hasta demostrar su viabilidad. Y eso es lo que falla en muchos casos: generalmente, los esfuerzos se realizan de una manera empírica y desordenada, minimizando la importancia de contar con las habilidades que permitan a las personas visualizar su actividad como formal y sostenible. Identificar el valor agregado, el mercado objetivo, los canales de distribución, los costos tanto del producto o servicio como de su elaboración, los recursos con que se cuenta y aquéllos que son necesarios, y la manera adecuada para organizarse y tomar decisiones.
En este sentido, conviene poner especial atención en el desarrollo de capacidades empresariales, no sólo como el medio de que los esfuerzos se vuelvan sostenibles y rentables, sino como un mecanismo de empoderamiento para las comunidades, siempre y cuando esté centrado en las personas. Promovamos la visión en la que las empresas sean un instrumento a favor de la gente y no al revés, y que esté equilibrado con los demás componentes (humano, social, técnico) como una respuesta para generación de riqueza y bienestar de las personas en México.
Iliana Molina
Iliana Molina es Socióloga por la Sorbona de París y tiene un Máster en Economía Social por la Universidad de Mondragón, en España. Cuenta con más de diez años de experiencia en desarrollo social e inclusión económica en los sectores público, social y académico. Actualmente, colabora con la FAO como Especialista en Comercialización con Pequeños Productores en condiciones de Pobreza.