Hace aproximadamente un mes, el Bank of America, primera entidad financiera de EE UU por volumen de préstamos y segunda por activos (muy apoyado durante esta crisis por las dos últimas Administraciones de EE UU), llegó a un acuerdo extrajudicial por el que rechazaba las acusaciones de irregularidades de un grupo de inversores y al tiempo les pagaba 2.430 millones de dólares de indemnización bajo el argumento de que “reducía incertidumbres y riesgos para sus accionistas”.
La semana pasada, la fiscalía de Nueva York reclamó al mismo banco 1.000 millones de dólares por procesar préstamos hipotecarios sin someterlos a los análisis de calidad necesarios antes de ofrecérselos a las hipotecarias semipúblicas Fannie Mae y Freddie Mac, con el consiguiente coste para el contribuyente. Pocos días antes, la fiscalía neoyorquina acusaba a Wells Fargo de un fraude similar, y entidades como Citigroup, Goldman Sachs y el resto de la aristocracia financiera de Wall Street han sido sometidas a procesos reincidentes de idéntica naturaleza.
Son casos relacionados con los primeros años de la Gran Recesión, cuando esta tenía una cara exclusivamente financiera. Habitualmente, las responsabilidades se han saldado siguiendo un itinerario conocido: 1) cuando son acusados, los bancos amenazan con una batalla jurídica interminable (tienen brigadas de bufetes de abogados trabajando para ellos); 2) se llega a un compromiso y los bancos pagan una multa sin admitir ni negar su responsabilidad; 3) prometen no volver a las andadas, pero nada más prometerlo se dedican a conductas parecidas; 4) una vez más se llevan una regañina y una multa (cuyo coste es reducido en relación con su conducta fraudulenta), y 5) los incentivos perversos permanecen.
Este tipo de solución favorece a los Gobiernos (tienen recursos limitados para llevar adelante los litigios) y a los bancos (no solo por el coste reducido de la multa, sino porque, de admitir su culpabilidad, podría utilizarse como prueba contra ellos en otras demandas privadas interpuestas por los damnificados). Los bancos saben que la mayoría de las víctimas de sus desmanes (que son los perjudicados) no tienen los recursos legales suficientes —ni el tiempo— para enfrentarse a la todopoderosa industria financiera sin ayudas.
El economista Joseph Stiglitz, que ha estudiado este asunto, opina que un sistema económico donde existe una pauta de comportamiento como la descrita, con semejantes abusos, no puede funcionar bien: el fraude distorsiona la economía y socava la confianza. En su último libro sobre la desigualdad dice que una variante de la defensa de los bancos es la máxima caveat emptor, que dice: nadie debería fiarse de nosotros y quienquiera que lo haga es un estúpido.
La cuestión es si estas conductas son la excepción o la norma de comportamiento de unas instituciones que, ellas también, son ahora objeto de sospecha sistemática.
Fuente: El País