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El mal de McNamara le sobrevive

¿Por qué no hablar mal de los muertos?

Robert McNamara, que ha fallecido esta semana, fue un hombre complejo, encantador incluso, de un modo borrascoso, una persona a la que vi reflexiva cuando tuve ocasión de entrevistarle.

En el tercer acto de su vida, a menudo abogó en favor de posturas progresistas sobre la pobreza mundial y los peligros de la carrera nuclear armamentista.

Pero cualquiera que fuese su mejor naturaleza, debe ser el descarnado mal que perpetró como Secretario de Defensa el que fije indeleblemente nuestro recuerdo de él.

No hablar abiertamente por respeto al finado sería burlarse de la memoria de los millones de inocentes muertos y mutilados gracias a McNamara en una guerra que, según admitió por sí mismo, jamás tuvo sentido. Mucho se ha hablado del hecho de que se retractara de su apoyo a la guerra, pero tal cosa sucedió veinte años después de que concluyera el holocausto que infligió a Vietnam.

¿Es holocausto un término con una carga emotiva demasiado gravosa? ¿Cuántos millones de civiles inocentes hacen falta para poder aplicar etiquetas como holocausto, genocidio o terrorismo? ¿Cuántas de las víctimas sin miembros producidas por las bombas de fragmentación y las minas terrestres que vi en Vietnam durante y después de la guerra? ¿O es que los dirigentes de los Estados Unidos tienen siempre que quedar exentos de estas preguntas? Quizás si McNamara hubiera estado sujeto a responsabilidades penales, los arquitectos del desastre de Irak se lo hubieran pensado dos veces.

Por el contrario, a McNamara le honró el presidente Lyndon Johnson con la Medalla de la Libertad, el mismo al que había escrito en un informe privado nueve meses antes, ofreciendo su valoración de la carnicería de Vietnam: «La imagen de la mayor superpotencia mundial matando o hiriendo gravemente a un millar de no combatientes cada semana, mientras trata de reventar hasta someterla a una diminuta nación atrasada por una cuestión cuya importancia se debate acaloradamente, no es plato de gusto».

Ya lo sabía él entonces, y concedámosle esto, la magnitud del horror nunca le abandonaría. Cuando le entrevisté para Los Angeles Times en 1995, con motivo de la publicación de sus recuerdos y confesiones, su valoración de la locura que había desencadenado estaba clarísima:

«Mire, lanzamos sobre esa zona minúscula entre tres y cuatro veces el tonelaje empleado por los Aliados en todos los teatros bélicos de la II Guerra Mundial en un periodo de cinco años. Fue algo increíble.

Matamos resultaron muertos allí 3.200.000 vietnamitas, sin contar los soldados de Vietnam del Sur. ¡Dios mío! La mortandad, el tonelaje, fueron disparatados.

El problema es que tratábamos de llevar a cabo algo militarmente imposible, tratábamos de doblegar voluntades. No creo que se pueda quebrantar la voluntad bombardeando hasta bordear el genocidio».

Nosotros no, él no pudimos doblegar sus voluntades porque su lucha era la de la independencia nacional. Habían derrotado a los franceses y derrotarían a los norteamericanos que tomaron el relevo cuando los colonialistas franceses dieron la espantada.

La guerra fue mentira desde el inicio. Nunca tuvo nada que ver con la libertad de los vietnamitas (instalamos a un tirano tras otro en el poder), sino que por el contrario guardaba relación con nuestra irracional obsesión con el «comunismo internacional» propia de la Guerra Fría.

Irracional, como reconoció el presidente Richard Nixon cuando abrazó la distensión con los comunistas soviéticos, brindó con el feroz comunista chino Mao Tse-tung y recrudeció a continuación la guerra contra el Vietnam «comunista» y la Camboya neutral.

Nunca dejó de ser mentira y nuestros dirigentes lo sabían, pero no por eso se dieron un respiro. Tanto Johnson como Nixon dejaron bien claro en las cintas grabadas en la Casa Blanca que esa matanza sin sentido, el infame recuento de cadáveres («body count») de McNamara, guardaba relación con la política interna y nunca con la seguridad.

Las mentiras quedaron claramente de manifiesto en los Papeles del Pentágono que encargó McNamara, pero que solamente se hicieron públicos gracias al coraje de Daniel Ellsberg.

Sin embargo, cuando Ellsberg, un antiguo «marine» que había trabajado para McNamara en el Pentágono, fue llevado a los tribunales, enfrentándose a la ira desatada del Departamento de Justicia de Nixon, McNamara no levantó un dedo en su defensa.

Lo que es peor: tal como Ellsberg me recordaba esta semana, McNamara amenazó con que si se le citaba a testificar en el juicio por parte del equipo de defensores legales de Ellsberg, «su cliente lo pasaría realmente mal».

No tan mal como quienes resultaron muertos o gravemente heridos. No tan mal como los casi 59.000 soldados norteamericanos muertos y aquellos, muchos más, horriblemente heridos. Entre ellos se contaba el escritor y activista Ron Kovic, a quien las mentiras de McNamara sedujeron, siendo un chico de Long Island, para enrolarse voluntario dos periodos de servicio en Vietnam.

Terminaría, luchando contra un cuerpo casi totalmente paralizado, elevando su voz contra la guerra con la esperanza de que no tuvieran que padecer otros lo que él sufrió (y aún sufre). Mientras tanto, McNamara mantuvo su silencio de oro, aunque Richard Nixon siguiera matando y mutilando a millones más. El mal es lo que hizo McNamara, y bien que se esforzó.

Robert Scheer es un célebre y veterano comentarios de medios norteamericanos desde hace más de treinta años, que fue entre 1964 y 1969 corresponsal en Vietnam y redactor jefe de Ramparts, prestigiosa publicación de la Nueva Izquierda y la oposición a la guerra. De 1976 a 1993 desempeñó labores de corresponsal para Los Angeles Times. Actualmente es director de colaboraciones en The Nation y editor de Truthdig.com

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