Hace algunos años, cuando fundé mi editorial, el mayor problema que tuve fue ponerle precio a los libros. Hubo quienes me dijeron que debía multiplicar por tres el costo de la producción. Es decir, si yo desembolsaba en dictamen, adelanto por regalías, corrección, diseño, formación, papel, impresión, distribución, publicidad al libro, etcétera, 10 pesos, su precio en librerías debería ser de 30 pesos. Y también hubo quienes me recomendaron multiplicar por cuatro, cinco e, incluso, seis veces el valor de los costos tangibles de la edición.
¿Qué hice? Hablar directamente con Mauricio Achar, fundador y dueño de las librerías Gandhi, además de buen amigo y, a partir de aquella charla, el enigma se me complicó aún más. Recuerdo que me dijo:
—Alfaguara me da sus libros a consignación y con un descuento de 50% del precio de tapa del libro.
¿Qué quería decir esto? Si yo había pensado que el costo del libro al público fuera, por ejemplo, de 100 pesos, Mauricio me pagaría cincuenta pesos por libro vendido.
—De acuerdo —respondí—: sólo espero que me des el mismo trato que a Alfaguara.
Mauricio se rió y en ese momento decidí que mis libros ya no costarían 100 pesos al público, sino 120, de manera que el librero le pudiera dar a su clientela un descuento de 20% sobre el precio de tapa. Es decir, el costo de mis libros en librerías Gandhi quedó en 96 pesos. Y se me pagaría 60 pesos por libro vendido y, al cabo de dos meses, se me devolverían los libros que no se vendieran.
La “negociación” no me dejó satisfecho. Pero por cuestiones de equidad, decidí darles los mismos precios y descuentos a otras librerías, para que cada librero, según sus propias necesidades, ofreciera mis libros con o sin descuento.
Las librerías aceptaron mis libros y la editorial empezó a tener presencia en gran parte del país, con excepción de los Sanborns que me pedían, primero, el mismo 50% de descuento y, segundo, me exigían que contratara un distribuidor (recomendado por la misma gente de Sanborns), para que metiera mis libros en dichas tiendas, que a su vez me cobraría otro 25%, lo que significaba que, por cada libro vendido, se me pagaría exactamente la mitad (treinta pesos), que lo que cobraba en cualquier otro lado.
Por necesidad, a lo largo del tiempo he tenido que modificar los descuentos que le doy a cada librero, y he tratado, en la medida de lo posible, que el costo de cada uno de mis libros sea el más accesible para el comprador último, es decir, el lector.
¿A qué viene esta remembranza? El viernes pasado se publicó en el Diario Oficial el “Reglamento de la Ley del Fomento para la Lectura y el Libro” que, en su parte fundamental, obliga a las librerías a no dar descuentos a los libros con respecto del precio de tapa, de manera que un mismo título le cueste al lector exactamente lo mismo si lo compra en una librería de Tijuana que en una Mérida.
¿Que qué me parece dicha ley? Equitativa en cuanto al consumidor final, pero si queremos que los precios de los libros no sufran aumentos, habrá que regular, también, los descuentos que le debe dar el editor al librero, pues un mero contrato entre particulares deja indefensos a los peces chicos frente a los tiburones.
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