Las fábricas bengalíes no solo explotan a personas, sino que también generan paro en Occidente
El derrumbe de un edificio en Bangladesh nos ha obligado a palparnos la ropa y no en sentido figurado. Así es la globalización. Han tenido que morir cientos de personas (400 como mínimo) para enterarnos del altísimo precio que pagan algunos para que nosotros, en el mundo rico, podamos lucir una camiseta que solo nos costó cinco euros. El desplome de ese edificio donde trabajaban cientos de empleados del textil en condiciones inhumanas nos ha retrotraído a aquellas campañas lanzadas por ONG a favor del comercio justo y contra la explotación de mano de obra infantil y ahora vemos lo poco que se ha avanzado en este terreno y el escaso control que se aplica para evitar la explotación y el esclavismo en lejanos, y a veces no tan lejanos, rincones del planeta. Hemos visto otra vez las condiciones laborales de las víctimas y la corrupción del sistema que las explota. La reacción de la UE es amenazar con retirar a Bangladesh el trato preferente que se da a sus exportaciones y la pregunta es: ¿por qué se favorece a un país que tolera tales cosas?
Un trabajador gana en esa industria textil bengalí la mísera cantidad de 30 euros al mes, o sea, menos de 20 céntimos la hora en caso de que su jornada fuera de solo 40 semanales, lo que es mucho suponer. Esto, además de esclavismo, es dumping social, consistente en ofrecer productos más baratos que la competencia gracias a una mano de obra a precio de explotación.
El problema es que hace mucho tiempo que este asunto dejó de estar en las agendas políticas, si es que alguna vez estuvo en ellas. Ahora se percibe quizá con mayor claridad. El mercado ha impuesto sus reglas y los Gobiernos no parecen dispuestos a ponerle coto, a pesar de que las víctimas no son solo esos seres anónimos y lejanos que mueren bajo los escombros de una instalación laboral insalubre. Fábricas como las de Bangladesh han terminado, por ejemplo, con la industria europea. El dumping social explota a seres humanos, pero también produce una elevada mortandad empresarial allá donde los estándares laborales son más elevados y, en consecuencia, producen una gran destrucción de empleo no precario. Y eso ni es culpa del consumidor ni de la mayor parte de las empresas, cuyos medios no son suficientes para imponer un riguroso control a sus proveedores. Esta es una tarea política en la que debieran estar trabajando los Gobiernos y las organizaciones internacionales desde que vivimos en un mundo globalizado; o sea, desde hace muchas décadas.
Hoy ni siquiera comprar caro es una garantía de que no se apliquen tales prácticas. Los carísimos productos de Apple se fabrican fundamentalmente en China, con sueldos de 300 euros al mes —gracias en parte a una moneda devaluada— en un sistema político que no permite ni la protesta ni la huelga. Imposible competir en igualdad de condiciones, salvo que se busquen alianzas deslocalizando la producción como han hecho Apple y tantas otras. Ni siquiera el Gobierno estadounidense parece capaz de frenar los pies a la firma de la manzana que hace, además, trampas lícitas para reducir su aportación al fisco americano mientras reparte dividendos a sus accionistas.
El mundo es hoy más propiedad que nunca de las grandes multinacionales. Las potentes firmas americanas asentadas en España, como Apple, Google, Yahoo! o Amazon obtienen inmensos ingresos, pero apenas pagan impuestos al Tesoro español porque o bien declaran pérdidas o beneficios mínimos. Las grandes multinacionales españolas no aplican una política muy distinta en el exterior. Echan mano de ingenierías fiscales permitidas por la ley, utilizan paraísos fiscales para exportar o declaran sus ganancias allá donde los impuestos son más bajos. Es legal, sabido e incluso promovido desde los centros políticos de poder.
De vez en cuando hay grandes declaraciones de intenciones. La UE ha declarado en reiteradas ocasiones querer terminar con los paraísos fiscales. Los situados en Reino Unido acaban de decir que colaborarán en la ayuda contra la evasión fiscal. Pero la política parece haberse rendido definitivamente al mercadeo y sus grandes gestores. El resultado es la explotación laboral en un lado del planeta, mientras en el otro aumenta el paro y se reducen los ingresos públicos. Sin embargo, los dirigentes rara vez buscan soluciones reales en estos agujeros negros.
Fuente: El País