Por: Edgar López Pimentel
Los tiempos en que los empresarios se mantenían al margen del debate público para actuar tras bambalinas y de manera soterrada en el diseño de las políticas económicas han quedado en el pasado. La reciente coyuntura electoral se caracterizó por la participación abierta de algunos de los capitanes corporativos más prominentes de México para influir de forma transparente en los temas que definen la agenda nacional.
¡Bienvenidos al debate! Es tiempo que las corporaciones mexicanas asuman el rol histórico que les ha tocado desempeñar, pero no sólo para defender intereses particulares en momentos específicos, sino para construir un proyecto de nación conjunto en el mediano y largo plazo.
El hartazgo popular frente a la desigualdad y la corrupción cristalizado en la victoria de Andrés Manuel López Obrador obliga a repensar las cosas. En México, sobra decirlo, algunos nadan con aletas y otros sin traje de baño. Es tiempo de que los empresarios tomen verdadera conciencia del rol que debe jugar en México la Responsabilidad Social Empresarial (RSE), concebida esta como una cultura de gestión orientada a promover el desarrollo interno de los miembros de la organización, su relación con la comunidad, el cuidado al medio ambiente y la ética en la toma de decisiones.
En el fondo, una buena parte de los grandes empresarios siguen pensando en la RSE como mercadotecnia, relaciones públicas o filantropía. Al contrario, puede ser un activo clave para la rentabilidad. Cuando una empresa es rentable no sólo produce beneficios para los accionistas, sino que también genera nuevas oportunidades de empleo, bienes y servicios valiosos para la sociedad, utilidades económicas e impuestos que el Estado puede destinar a la infraestructura gubernamental, la seguridad social y al desarrollo nacional.
Para poder desenvolverse de manera armónica en la sociedad, todas las empresas deben de cumplir con dos lineamientos básicos: perdurar y respetar la ley. La mera generación legal de riqueza quizá sea un compromiso social suficiente para una Pyme, pero no para una corporación: ese gigante omnímodo con presencia en todo el orbe cuya influencia no respeta fronteras. Es una cuestión de congruencia histórica: en los siglos XVIII y XIX, el epicentro de los movimientos socioculturales era la Iglesia; en el siglo XX, el eje fue el Estado-Nación; en el XXI, para bien o para mal, resulta imposible concebir cualquier cambio significativo sin la corporación. Para una corporación interesada en contribuir al bienestar social, los estándares de desempeño son planetarios, no locales.
Como tomadores de decisiones, los dirigentes empresariales, así como la comunidad ejecutiva que comandan, poseen el poder y la influencia para activar diversos cambios, sobre todo en áreas como el combate a la pobreza y prácticas sustentables. Para cambiar al país, queda claro, el Estado necesita del sector privado. Incluso la izquierda más extrema está dispuesta a aceptar que es imposible avanzar sin concebir al sector privado como un eje fundamental de desarrollo.
El debate respecto a cómo el Estado debe encontrar nuevas formas de colaboración con el sector privado que se traduzcan en un mayor bienestar está más vigente que nunca: ¿Hasta dónde deben llegar las empresas en materia de ayuda social y cómo debe el Estado ayudarles en esos esfuerzos? ¿Se puede confiar en que las empresas son capaces de colaborar en el diseño de políticas públicas, en especial en temas como desigualdad e iniquidad? ¿Qué tanto debe avanzar las empresas en materia de transparencia y combate a malas prácticas? ¿Cómo detonar la inversión en los proyectos de infraestructura que requiere la nación? El nuevo gobierno está obligado a incluir al sector privado para responder a estas preguntas y diseñar, juntos, el país que deseamos.
El camino por seguir está siendo trazado por algunas de las organizaciones líderes en materia de desarrollo. Tómese el caso de la Corporación Financiera Internacional (IFC, por sus siglas en inglés), miembro del grupo Banco Mundial y organización hermana del Banco Mundial. Para cumplir con su objetivo dual de combate a la pobreza e impulsar la prosperidad compartida, IFC crea mercados y oportunidades a través de un enfoque integral donde va más allá del rol de inversionista y promociona junto con el Banco Mundial reformas que permitan crear nuevos mercados y oportunidades para el sector privado, a la vez que se desempeña como movilizador de capital.
Los países deben maximizar sus recursos para el desarrollo sin empujar al sector público hacia niveles insostenibles de deuda y pasivos contingentes. Bajo la óptica de IFC, resulta fundamental maximizar el financiamiento para el desarrollo mediante el aprovechamiento del sector privado y la optimización del uso de los escasos recursos públicos.
A esta visión se le denomina estrategia de “cascada” o cascade. Cuando se presenta un proyecto de desarrollo, IFC pregunta: “¿Existe una solución sostenible del sector privado que limite la deuda pública y los pasivos contingentes?” Si la respuesta es afirmativa, IFC promueve esas soluciones privadas, sobre todo a través de la movilización de capital; si la respuesta es negativa, se pide el apoyo del Banco Mundial para auxiliar en la elaboración de nuevos marcos normativos que permitan la participación del sector privado y así reducir el riesgo a grados manejables. Sólo se buscan recursos públicos una vez agotadas todas las opciones para el capital privado.
La “cascada” genera nuevos mercados, fomenta la competitividad y optimiza el manejo de recursos. Nosotros creemos que bien vale la pena considerarla como una estrategia para fomentar una colaboración más estrecha entre los sectores público y privado. La hora de que las empresas asuman el liderazgo del desarrollo del país -y materialicen su responsabilidad social en un mayor bienestar para la población- ha llegado. El tiempo apremia.
** Esta nota se publicó primero en Forbes**
Trabajo en Driscoll´s marca de Berries, exportadora aqui en México, viendo temas de RSE en la región de Jalisco.
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