Con toda razón, Yvo Boer, secretario ejecutivo de la Convención Marco de la ONU sobre Cambio Climático, calificó a la Conferencia de Copenhague como la más importante y concurrida de la historia.
Doce años después de firmado el Protocolo de Kioto, la tasa de emisiones de gases a la atmósfera se ha triplicado, la temperatura del planeta sigue en ascenso, los desastres naturales son más frecuentes y nocivos.
No será fácil, barato ni rápido disminuir la emanación de CO2 que estuvo en la base de la industrialización del mundo desde mediados del siglo XIX, pero el costo de una reorientación programada y gradual hacia el uso de tecnologías limpias y el desarrollo de fuentes alternas a los hidrocarburos es muy inferior a las pérdidas económicas, ecológicas y humanas que encararía el mundo en caso de no hacer nada.
Pese a que los acuerdos de Copenhague no fueron óptimos y aún falta su cumplimiento, las perspectivas son mejores que las de Kioto. El encuentro de los presidentes de EU y China, previo a la reunión, y los compromisos asumidos por ambos, que son los principales emisores de CO2, son signos alentadores.
Es preciso reconocer que esos y los demás gobiernos deberán hacer un trabajo político mayor para poner en práctica los acuerdos. Importantes grupos económicos y políticos en Norteamérica y Europa, cuyo crecimiento acarreó la emisión masiva y permanente de carbono, se oponen a las transferencias de recursos al mundo en desarrollo.
Al mismo tiempo, en las economías emergentes, se argumenta que el cambio climático es una deuda de las potencias con el resto del mundo y que restringir ahora las emisiones sería condenar a sus pueblos al subdesarrollo.
Pero el problema es global, ninguna nación está a salvo y los países en desarrollo son los más vulnerables debido a la precariedad de sus recursos y la incapacidad para reconstruir su infraestructura, reedificar las instalaciones industriales perdidas o restaurar los campos agrícolas y ganaderos que son arrasados por fenómenos naturales incontrolables.
El camino es largo y plagado de obstáculos y riesgos, pues por una parte, no se cuenta con tecnologías que hagan económicamente viable la generación de energía eólica, solar y geotérmica a escala industrial, y por la otra, los bioenergéticos no sustituyen a los combustibles fósiles, los complementan en proporciones de 10 a 20%, como en Brasil, que hace 30 años produce etanol a partir de la caña de azúcar.
Además, los procesos más comunes de producción de bioenergéticos requieren hidrocarburos y generan contaminantes no carbónicos que, sin embargo, son nocivos para la tierra, el agua y el entorno. Pero el riesgo principal es el desplazamiento de cultivos y la reducción de la oferta de alimentos con sus efectos sobre los precios internacionales de los granos básicos.
Esta no es una opción pertinente cuando la mitad de la población mundial padece hambre, mal endémico en vastas regiones de África y América Latina. Pero hay alternativas promisorias, como la producción de segunda y tercera generación, que no compiten con el sector agropecuario por el uso de tierras cultivables, no utilizan agroquímicos ni pesticidas y reciclan el agua que se utiliza en el proceso.
México está en la franja de países que más sufrirán sequías prolongadas, inundaciones, huracanes, hundimiento de tierras y otras calamidades con el cambio climático.
De allí nuestro interés y compromiso con el tema. Hasta ahora se han anunciado algunos proyectos para producir biocombustibles; uno, a base de maíz blanco, en Sinaloa; otro, para derivarlo de jatropa, en Yucatán; y el último, a partir de algas cultivadas utilizando las emisiones de bióxido de carbono en una central termoeléctrica de la CFE.
Con todas sus posibilidades, los proyectos aislados no son la solución para México ni representan aportaciones significativas a los compromisos con el cambio climático.
A pesar de disponerse de los instrumentos legales, no se nota una política integral y a largo plazo de desarrollo energético que proteja la seguridad alimentaria, promueva efectivamente energías limpias que no degraden el ambiente y comprenda la modernización de Pemex como organismo fundamental del Estado mexicano, la reactivación de la petroquímica básica y la refinación. La agenda legislativa del PRI cuidará que se aplique una política de Estado apropiada y vigilará por el cumplimiento de estos propósitos.
Click sobre la imagen para ampliar