En pleno siglo XXI, existen más de 270 millones de personas que sobreviven en situaciones de esclavitud. En un mundo interrelacionado, somos responsables de todo cuanto se hace en el planeta.
La esclavitud no es una fatalidad, sino una monstruosa injusticia ante la que es legítimo rebelarse por todos los medios.
Quienes nada tienen que perder más que las cadenas actúan en justicia al rebelarse, porque el derecho a matar al tirano se convierte en deber cuando quienes padecen son los más débiles. Es legítima defensa. Castelar los animó: «¡Levantaos, esclavos, porque tenéis patria!» No sólo la territorial, sino la de la fraternidad universal.
Existen más 270 millones de personas que sobreviven en situaciones de esclavitud. En un mundo interrelacionado somos responsables de todo cuanto se hace en el planeta.
Estudios de la Unión Europea sostienen que millones de personas padecen formas de trabajo y de prostitución forzados. También la servidumbre por deudas y la explotación infantil que afecta a cerca de trescientos millones de niños.
Los esclavos de hoy pueden ser inmigrantes que trabajan de sol a sol en viveros de agricultura intensiva en Europa o en Estados Unidos, obreros de la construcción a destajo y sin derechos reconocidos, así como tejedores de alfombras o de prendas deportivas en Asia para las grandes transnacionales. Los esclavos de nuestros días padecen tratos brutales en ambientes más estresantes que los de la antigüedad, porque estos no sabían que eran sujetos de derechos.
La esclavitud fue definida, en 1926, por la Convención contra la Esclavitud, como «el estatus o condición de una persona sobre la cual se ejercen algunos de los poderes asociados al derecho de propiedad». Así se ampliaba el ámbito de la esclavitud, reconociendo otras formas similares.
Hay diversos mecanismos de sometimiento a la servidumbre. Uno es el laboral, del cual participan los niños forzados a trabajar en textiles de India, en minas del Congo o fabricando aceite en Filipinas, o las mujeres de las fábricas de Vietnam, los emigrantes birmanos en Tailandia y los haitianos forzados a cortar caña en República Dominicana, los esclavos en las plantaciones de bananas en Honduras y los subcontratados por fábricas de calzado y prendas deportivas en Camboya.
La esclavitud sexual es otra forma de sometimiento aberrante. A las redes de explotación sexual que afectan a mujeres, a niños y a emigrantes, hay que añadir formas de matrimonio forzado que entrañan la esclavitud de las mujeres. A pesar de que la Convención de la Esclavitud (1956) prohíbe «cualquier práctica o institución en la que la mujer, sin el derecho de renunciar, es entregada en matrimonio a cambio de una compensación económica o en especie a su familia», todavía permanecen vigentes en muchos lugares acuerdos de matrimonios con contraprestación económica. También algunos inmigrantes avecindados en Europa tratan de imponerlos, en nombre de tradiciones que no son admisibles en los países de la Unión Europea que ellos eligieron en busca de otro nivel de vida. Si no respetan las normas que nos han permitido alcanzar estos modelos de bienestar, lo adecuado es que se vuelvan a sus lugares de origen.
En algunas zonas rurales, las deudas familiares se saldan con la entrega de niños como «servidores de por vida». Es conocido en los países receptores de inmigrantes el terrible endeudamiento de quienes llegan sin papeles y caen en manos de mafias criminales que los explotan bajo amenaza de vengarse en sus familias.
Hay que considerar como forma de esclavitud lo que sucede con los niños reclutados a la fuerza por los ejércitos de Sudán, de Somalia, Liberia, Zaire o Sierra Leona. En Latinoamérica hay miles de adultos coaccionados para alistarse en ejércitos regulares, en guerrillas o grupos paramilitares.
La raíz de la actual esclavitud está en la pobreza absoluta de zonas cada vez más amplias del planeta y en la explotación sistemática que de los más débiles practican compañías transnacionales que no respetan fronteras, ni reconocen ley ni más orden que sus beneficios económicos.
«Cuando reflexionemos sobre nuestro siglo XX, no nos parecerán lo más grave los crímenes de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas», escribió Luther King.
Es preciso denunciar lo que genera estas nuevas formas de esclavitud: Los esclavos de hoy son producto de la guerra, de los criminales negocios de armas y del narcotráfico, así como de la demencial competitividad de los mercados. Es el resultado de un ultraliberalismo que confunde valor con precio y que considera a los seres humanos como mercancías y a las riquezas de la tierra como recursos explotables.
Ante esta situación explosiva, los nuevos imperialismos demonizan toda protesta o alzamiento como actos terroristas. Los excluidos de hoy se alzarán y tomarán por la fuerza lo que se les niega en justicia. Es la ley de la vida en un mundo de gobernantes cegados en su desolada tristeza.
Fuente: Excélsior; Editorial, p. 22
Autor: José Carlos García Fajardo
Publicada: 25 de julio 2010