Los niños y niñas están sentados en un semicírculo, tienen entre quince y ocho años, pertenecen a la clase media, y esta tarde se han convertido en nuestro grupo asesor para entender qué programas de televisión ven, qué temas les interesan, si se sienten, o no, escuchados por las personas adultas. Ningún tema les es ajeno a pesar de que, como ellas y ellos nos dicen, las personas adultas decidan no discutir ciertos tópicos con ellos como seres capaces de dialogar y comprender las crisis que viven las familias mexicanas debido a la violencia social y política, a los desequilibrios económicos, a la creciente violencia dentro de la familia.
Niñas y niños de todo el país tienen mucho en común, quienes viven en las ciudades o pertenecen a grupos indígenas que viven en el campo tienen ideas muy similares sobre la ausencia de fortaleza de las personas adultas. Un tema en particular nos une en estos encuentros de diálogo intergeneracional ¿en qué momento de la vida una o un joven con solidez ética elige el camino de la corrupción? Por qué una o un estudiante que demostró tener principios y valores sólidos unos años después de salir de la universidad obtiene un buen trabajo, por ejemplo, en el servicio publico, y de pronto elige ser parte del problema y no de la solución.
Las niñas y niños con menos de dieciocho años sostienen una hipótesis: las personas adultas están en constante estado de estrés, reciben golpes sistemáticos a su economía, viven una y otra vez experiencias de injusticia que, por pequeñas que parezcan, van dejando huellas que las debilitan emocionalmente, que les convierten en seres cínicos, ambiciosos, y a los cínicos no les importa lo que suceda con las personas de su entorno siempre y cuando ellos y su círculo cercano tengan todo lo que quieren.
¿Ustedes creen entonces que los adultos de tanto sufrir se dan por vencidos? Sí, replican niñas y niños a coro en señal afirmativa. Además, dicen, se vuelven desconfiados, y egoístas. Sí, afirma un chico, se vuelven corruptos por egoísmo; eligen sólo pensar en ellos y no en las consecuencias que sus propios actos tienen en las demás personas.
Un chico de ocho años, en una sesión anterior define su visión personal de justicia: “si yo le doy una galleta a José y media galleta a Juan, eso está mal. Debo darles lo mismo a ambos porque si no lo hago, creo injusticia.” Otra pequeña Tzotzil de Chiapas definió a los políticos como personas que tienen un trabajo en que deben mejorar la vida de las personas pero en lugar de hacerlo deciden robar, mentir y hacer mal su trabajo. Hablan del partido Verde, les inquiero si es lo que piensan ellas o sus padres y madres. Yo pienso eso, dice una niña Tzeltal con voz segura, los del partido Verde nomás vinieron a prometernos escuela, útiles, agua, luz. Nada más llegó a ser gobernador y seguimos igual. Estas niñas y niños, a diferencia del primer grupo, estudian por las mañanas y trabajan en el mercado en los puestos familiares para apoyar su economía. Todos ellos y ellas hablan de la existencia de fosas, de las desapariciones forzadas, pueden explicar casi con la misma precisión el secuestro que el futbol. Ven a superhéroes realistas con defectos y virtudes, rescatan a mascotas desprotegidas y muchas de ellas creen que a veces deben rescatar a sus padres y madres del negativismo abrumador que les arrebata la alegría.
No importa su origen social, racial o económico, las niñas y niños se niegan a participar de la decepción emocional que causa desesperanza, esa que las personas adultas a su alrededor derraman a diario frente a los atentos oídos de sus hijos, hijas, nietos, sobrinas, o estudiantes. Tal vez este México en guerra, donde la muerte y el crimen son tema de sobremesa, está criando sin saberlo a una generación resiliente al horror. Una generación que sabe que tiene derechos, que de verdad lo sabe. Es un hecho que las organizaciones por los derechos de niños y niñas han hecho un gran trabajo, empoderaron a millones de jóvenes que entienden mejor al país que muchos adultos cínicos que se han rendido.
Fuente: Aristegui