Un estudio publicado en este diario, en el que se encuestó a un universo de más de 12 mil ejecutivos y trabajadores de 57 empresas, reveló que más de la mitad no adjudica a la ética una importancia en los resultados de su empresa. Sin embargo, simultáneamente, ese mismo estudio indicó que seguridad, honestidad, excelencia y responsabilidad son los valores que más se viven en las empresas.
Esta aparente contradicción puede corresponder quizás a distintas acepciones que las personas asignan a la “ética”, de modo que cuando se las consulta sobre esta última, pueden tener en mente conceptos tales como solidaridad o beneficencia, y no la honestidad, la seguridad o la responsabilidad.
En cualquier caso, por definición, las empresas tienen por propósito maximizar la creación de riqueza para sus accionistas en el marco de la legalidad vigente, y no forma parte fundamental de su quehacer el realizar actividades de beneficencia, pues eso disminuye su competitividad frente a empresas competidoras, que podrían no elegir ese camino.
Ese estado de cosas es beneficioso para la sociedad, como lo descubrió y describió Adam Smith hace más de 230 años, pues el hecho de que las empresas compitan en el mercado genera más bienes, para más personas, a menores precios. La llamada “mano invisible” del mercado, que cuando éste opera en competencia provoca la aparición de orden espontáneo y beneficios sociales, sin que ello sea el resultado de la intención de los agentes participantes, es históricamente uno de los más extraordinarios hallazgos de las ciencias sociales.
De ahí la determinante importancia de la institucionalidad que fomenta y preserva la competencia, pues con ella se induce la mantención de dichos beneficios para la comunidad.
Sin embargo, las empresas se preocupan cada vez con mayor fuerza de temas que, a primera vista, les significan un aumento de costos y, por ende, una disminución de su competitividad. Entre ellos está la capacitación de sus trabajadores, la inversión en la seguridad de los mismos, la preocupación por el medio ambiente y por la comunidad en la que la empresa se encuentra inserta, todo lo cual se ha agrupado bajo el concepto de “responsabilidad social empresarial”.
Dichas actividades, junto con implicar un aumento de costos para las empresas, se traducen, en algunos casos, en una mayor productividad de sus trabajadores, y en otros, en una mayor demanda por sus productos, asociada a la reputación que la empresa obtiene de ese esfuerzo.
Siendo así, la responsabilidad social empresarial también responde a la lógica del mercado, pues les otorga a las empresas atributos que les permiten mejorar su capacidad para crear valor, que es el fin último al que responden.
¿Cómo se compatibiliza ese afán competitivo de las empresas con las disposiciones solidarias o colaboradoras que las personas valoran de manera individual? El Premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek lo expresó con particular lucidez: los seres humanos aprendieron a colaborar entre sí cuando vivían en clanes, y eso forma parte de la biología de la especie.
Sin embargo, el intercambio luego se extendió más allá de esos clanes, dando lugar a la aparición de los mercados. Por eso, el gran dilema de la condición humana sostiene Hayek es que si aplicamos las reglas solidarias de nuestra vida social al mercado, inhibimos la generación de riqueza que provee la competencia, y, en cambio, si aplicamos las reglas de la competencia a nuestra vida personal, destruimos el tejido social que enriquece vitalmente a las comunidades.
Encontrar los adecuados equilibrios a esa tensión está en el corazón de los debates éticos, políticos y económicos contemporáneos, y la dificultad para lograrlo explica la existencia de las distintas opciones políticas vigentes.