Tijuana, un lugar que alberga muchas historias de trabajadores que ponen mucho empeño para poder ganar un salario.
Una de las historias más impactantes es la de Margarita, una mujer que antes ignoraba por completo las leyes, los derechos humanos y los de la mujer y que ahora se ha convertido en la defensora de éstos para terminar con la violencia y el abuso
“Estaba contenta. Por fin iba a estar en un lugar con sombrita. Me acordaba del trabajo del campo, donde iba descalza, sin suéter, obligada a vestirme de falda y sin poder usar sombrero, porque era cosa de hombres”, cuenta Margarita Ávalos, desde Tijuana.
Margarita tuvo una infancia difícil, es hija de una pareja alcohólica, tuvo dificultades para asistir a la escuela porque desde niña trabajó en el campo.
“Hacíamos carbón y leña, juntábamos tierra para plantas y cultivábamos nopales. Por las tardes mis padres iban al pueblo a vender nuestros productos y en las noches regresaban, borrachos y sin dinero”, recuerda.
De acuerdo con una entrevista con Animal Político, a los ocho años, cuando su madre murió, víctima del cáncer, Margarita se fue a vivir a otro pueblo con su hermana. En ese lugar, las dos vivieron bajo tutela de un tío.
Me levantaba a las 4 de la mañana. Mi tío tenía un molino, donde molía nixtamal para las mujeres del pueblo. A las 8 me iba a la escuela y regresaba temprano para seguir trabajando en el campo”, recordó Margarita.
Por su trabajo en el campo, Margarita Ávalos conoció sobre las condiciones laborales de los jornaleros.
“Iban por nosotros a las 4 o 5 de la mañana y de esa hora hasta que salía el sol trabajábamos las plantas verdes. Luego, por las noches nos llevaban a las empacadoras a enhielar (mezclar con hiel) y empacar los productos para exportación”, contó la activista.
En estos lugares “además de que nos pagaban muy poquito por tantas horas de trabajo, no podíamos ni ir al baño, porque no había donde”.
Cansada de esas condiciones laborales, a los 14 años, Margarita cambió de trabajo y se dedicó a trabajar aseando casas y cuidando niños en Puebla, donde descubrió que la violencia “era exactamente la misma”.
“Yo me preguntaba, ¿por qué tiene que ser de esta manera?, hasta que en el año 2000 “una prima me dijo que si quería ir a Tijuana y yo le respondí que sí, porque pensaba que quizá aquí podía encontrar otros trabajos, conocer otras personas y vivir con menos violencia”.
Una vez instalada en Tijuana, Margarita consiguió trabajo en una fábrica en donde laboraba también con su prima.
“Al principio pensaba que estaba dando un gran paso. Estaba maravillada con el proceso de producción, porque estaba acostumbrada al trabajo de muchas horas. De hecho, yo miraba ese trabajo como algo fácil, porque lo comparaba con el que había realizado antes”.
Sin embargo, el paso del tiempo le abrió los ojos ante las condiciones precarias de seguridad en el trabajo y ante las agresiones, que podían ser físicas, psicológicas e incluso sexuales.
“Yo no sabía qué era eso de los derechos humanos, porque en mi vida había escuchado de leyes ni de derechos, pero por instinto yo entendí que eran cosas que no debían permitirse”.
Luego de preguntarse “¿qué tengo que hacer?”, Margarita volvió a estudiar, con el objetivo de “cambiar mi vida y encontrar más herramientas para no seguir permitiendo estas formas de trabajo”.
Cuando Margarita anunció a su familia que volvería al estudio, la reacción de su tío fue de desacuerdo y dijo que si ella estudiaba “te juro que te quemo viva porque no es posible que tú te atrevas siquiera a decir que vas a estudiar” y es que, de acuerdo con la activista, en su familia se creía que los únicos que podían estudiar son los hombres, “porque las mujeres nos tenemos que dedicarnos a cuidar a la familia”.
Dedicada al trabajo y a la escuela, Margarita por fin terminó la secundaria y la preparatoria abierta. Ahí conoció sobre los derechos humanos y de las mujeres.
En la planta donde trabaja, una mujer se fue como empleada de la organización Casa de la Mujer Grupo Factor X, tiempo después ella regresó e invitó a las trabajadoras a las capacitaciones que se daban en aquella organización.
“Yo la verdad fui sólo en solidaridad con mi compañera, para que no la corrieran, porque no me interesaban los derechos de las mujeres, pero en ese lugar escuché que muchas de las cosas que nos hacían en el trabajo no las podíamos permitir”, recuerda la activista.
A partir de entonces comenzó a informarse sobre derechos laborales y ella “sin quererlo y sin planearlo” se convirtió en lideresa de sus compañeros hasta que la despidieron.
México y Ollin Calli
En México, todavía existe la violencia de género y el maltrato psicológico, físico y sexual. En los últimos años, se ha detectado una alza en el maltrato hacia la mujer y a los niños.
Lamentablemente, también se habla de la violencia laboral y el abuso sexual en empresas donde explotan a sus empleados. La mayoría son empresas maquiladoras que contratan a mujeres y no les preocupa que coman, tomen agua y mucho menos su propia salud.
Estas empresas se encuentran en la franja fronteriza entre México y Estados Unidos, en este lugar existe un colectivo para defender y enseñar a defender los derechos laborales para la clase trabajadora.
Se trata del Colectivo Ollin Calli un grupo que surgió hace ocho años en Tijuana, le ciudad más poblada del estado fronterizo de Baja California donde proliferan plantas maquiladoras, una industria caracterizada por solicitar mano de obra de baja calificación, ofrecer bajos salarios y emplear a migrantes, muchas veces indígenas, que quedan varados en la frontera.
Aquí se han escuchado varios relatos de las empleadas de la maquila que viven el acoso sexual, padecen de enfermedades producto de su trabajo y son despedidas sin ninguna indemnización o que trabajan más de 12 horas continuas, paradas, sin ir al baño y sin tomar agua.