Eileen Rockefeller es una de esas personas en la que muchos querrían reencarnarse. Gracias a un bisabuelo que no necesita presentación nació rica, pero también tiene bastante de jipi. ¿Qué la diferencia del resto del clan? «Que no pienso con la cabeza, sino con el corazón. No es fácil, pero es bueno», dice esta mujer de 59 años con el pelo lleno de caracoles, blusa con transparencias y maquillaje intenso a la par que elegante.
Representante de la cuarta generación de su famosa familia, vive en una granja del frío Estado de Vermont (EE UU) con su marido, periodista hasta que la conoció. Le interesa «la salud emocional» y tiene dos hijos a los que enseñó desde niños a vivir con lo básico. Durante cinco meses hicieron su propia comida, su ropa, velas para alumbrar… «Como en 1840. Y no es fácil», recalca mientras da esquinazo al jamón ibérico y se entrega a la ensalada. Uno de sus hijos, cuenta orgullosa, es asesor de los indios apaches y el otro da microcréditos en países en desarrollo.
La cita es en su hotel en Madrid, adonde ha venido a hablar de filantropía a familias empresarias de toda España durante un congreso organizado por Wealth Advisory Services (y patrocinado por Banca March y Garrigues). Su objetivo es explicar que la filantropía es una responsabilidad, que se debe gestionar con eficacia, «como los negocios», y que hay «multitud de formas de devolver a la sociedad y a quien lo necesita».
Sabe de lo que habla. Su bisabuelo -archimillonario gracias al petróleo- se inició en la filantropía en 1903, otorgando becas de estudios. Y su abuelo, que no dio la talla para los negocios, se centró en desarrollar esta faceta de la familia. Entre otras cosas, ayudó a restaurar Versalles o a conservar siete parques nacionales, cuenta su nieta mientras disfruta (ahora sí, sin cortarse) de los raviolis.
Al igual que su abuelo, Eileen ha encontrado en la filantropía su sitio en la familia, pero ha tenido que adaptarla a la nueva realidad de un clan todavía inmensamente rico, pero quizá no tanto: «Estamos en un punto de inflexión. Ninguno de nosotros ha amasado una fortuna como mi bisabuelo, que hizo muchos sacrificios y perdió el pelo del estrés. El reto es aprender a sentirnos bien cuando uno no tiene tanto para dar. Hay que poner más de tu tiempo, ser selectivo y fiel a tu filosofía de vida».
Y para explicar todo esto, pone de ejemplo la fundación que creó con su marido en 2000, la Growald Family Fund. «Nos dijimos: ¿qué es lo que más nos importa? Proteger el medio ambiente y dejar el mejor legado posible. Por ello decidimos centrarnos en frenar el uso del carbón para generar energía, algo fatal para el cambio climático», explica metódica. «En 2007 había 200 proyectos de nuevas centrales en estudio, así que, con ayuda de nuestro asesor en filantropía, decidimos apoyar a la organización ecologista Sierra Club. Les dimos 150.000 dólares [unos 115.000 euros], que para nosotros es mucho. Y encargamos un análisis financiero. El estudio concluyó que las centrales no eran una inversión rentable y 152 proyectos se cayeron, el equivalente a lo que emiten 50 millones de coches», dice orgullosa. Y, como resumen, ignorando olímpicamente los bombones que acompañan al té, añade: «Queremos ser catalizadores de un mundo más equilibrado, que nuestro dinero sea la chispa que propicie cambios».
Fuente: Sociedad.elpais.com
Por: Carmen Pérez-Lanzac
Publicada: 22 de diciembre de 2011.