Hace un par de entregas en este mismo espacio comenté acerca del enorme espíritu cívico y la entereza del pueblo japonés ante el mayor desastre que su país ha enfrentado en su historia; también me referí en especial al accidente de sus centrales nucleares en Fukushima, problema que aun semanas después de ocurrido no está bajo control.
Mencioné también que, sin duda, las discusiones internacionales iban a girar alrededor de la conveniencia o no de seguir pensando en las centrales nucleares como una opción energética no emisora de gases de invernadero (GI’s), o bien insistir en el uso de combustibles fósiles (y el carbón por su abundancia relativa tiene una clara prominencia entre ellos) como una opción «más segura»; pero que, en cambio, no habría ni debates ni recapacitación acerca de cómo lograr un desarrollo económico mundial con niveles considerablemente menores de consumo de energía, especialmente en los sectores sociales de gran desperdicio energético e irresponsabilidad ambiental de la Tierra.
Yo no he visto en el debate mundial, ya no digamos el nacional, reflexiones acerca de cómo reconducir la economía del mundo de manera que, manteniendo empleos y crecimiento económico, demos espacio al desarrollo de las tres quintas partes del mundo que no tienen acceso a la energía, sin que el impacto compuesto de esto sea catastrófico para el planeta. Cero discusión al respecto.
En contraste, lo que ha estado en boga en las noticias han sido noticias triunfalistas tanto de nuevas tecnologías para la extracción de combustibles fósiles (en este caso gas) y en la utilización de biocombustibles en el transporte aéreo. Ambos casos adolecen del problema de un entusiasmo infundado sobre las bondades de tecnologías cuyas implicaciones ambientales no son tan de color rosa como harían parecer los entusiastas impulsores de ambos casos. Veamos los ejemplos.
La nueva tecnología de extracción de gas consiste en la fracturación hidráulica de areniscas relativamente someras, llamada en inglés -por virtud de su maravillosa flexibilidad lexicográfica- fracking, consiste en inyectar cantidades enormes de agua, diversos químicos y abrasivos, en ciertos materiales geológicos que contienen gas natural para liberar el combustible y recuperarlo para su uso.
El problema central aquí reside en que un reciente estudio de la Universidad de Cornell ha sugerido con cifras bastante claras que este método -tomando en cuenta el ciclo completo de extracción-producción-combustión- es tanto o más generador de gases de invernadero (GI’s) -en especial metano, que es muchas veces más «opaco» a la radiación infrarroja que el bióxido de carbono- que el uso del carbón en las termoeléctricas.
La industria gasera de Estados Unidos ha contraatacado rechazando los resultados sobre bases que no parecen ser muy sólidas. Aun cuando hubiese lugar a dudas sobre los resultados de Cornell, lo menos que se esperaría es que hubiera un estudio y evaluación cuidadosa del monto de emisiones en el ciclo completo de uso del gas obtenido de esta manera, antes de tratar de influir, por razones de presión económica y social, sobre la política energética de Estados Unidos.
El otro ejemplo tiene que ver con el triunfal anuncio de que un avión de una compañía mexicana había utilizado por primera vez turbosina mezclada con biocombustibles, presumiendo la cantidad de litros de combustible «más contaminante con GI’s, que se ahorrarían de esta manera. Otra vez, nadie dio cifras del balance de emisiones del ciclo completo de este combustible comparado con los combustibles tradicionales.
Tenemos que salir en México del ambiente mágico y escapista de estas formas de uso de energía supuestamente «más verdes» y evaluar de manera honesta lo que realmente representan nuevas tecnologías y nuevos combustibles en disminución de contribución a la emisión de GI’s. Dedicaré algunas de mis próximas entregas para analizar este tema. Hasta entonces, apreciados lectores.
*Biólogo investigador de la UNAM
Fuente: El Universal, Opinión, A15.
Articulista: José Sarukhán*
Publicada: 15 de abril de 2011.