La responsabilidad social empresarial (RSE) ha cumplido ya varias décadas de existencia y son muchas las empresas que llevan a cabo sus acciones. Su aplicación es algo positivo para la sociedad porque contribuye a generar valor social y ambiental (aunque sea escaso) y porque conciencia a las empresas de la necesidad de retornar a la sociedad parte de sus beneficios económicos (corresponsabilidad). Sin embargo, la RSE no es suficiente para acometer un verdadero cambio de modelo económico enfocado hacia la sostenibilidad, por dos razones principales: porque su aplicación corresponde a acciones esporádicas que no afectan a la estrategia global de la empresa y porque la mayor parte de las empresas que la aplican siguen pensando que es un sacrificio que han de hacer para conservar su reputación/imagen y que las pejudica desde el punto de vista económico y financiero.
Uno de los principales gurús del management, Michael Porter, junto con su compañero de la Harvard Business School Mark Kramer, publicaron en el año 2011 un artículo sobre la creación de valor compartido en el que realizan una crítica contundente de la RSE. Desde mi punto de vista, este artículo marca un antes y un después en el camino hacia la sostenibilidad. Los autores consideran la RSE como acciones de marketing que las empresas llevan a cabo de manera esporádica y aislada y proponen un nuevo enfoque, la creación de valor compartido, a través del cual convertir la creación de valor social y ambiental en el corazón de la empresa y no en acciones periféricas.
Porter y Kramer sostienen que las empresas que crean valor social y ambiental no ven perjudicado su valor económico y financiero, sino al contrario, lo ven incrementado. Efectivamente, instalar paneles solares en unas instalaciones de una empresa contribuye a reducir los impactos sobre el medio ambiente al utilizar energías limpias, pero a la vez supone un ahorro en costes de energía para la empresa.
Del mismo modo, pagar sueldos dignos y ofrecer contratos estables a sus personas empleadas supone disponer de un personal motivado y dispuesto, lo que incrementará la productividad de las empresas. Favorecer la integración de las mujeres en el mundo del trabajo en igualdad de condiciones que los hombres supone un aprovechamiento de la mitad de la población, que tiene tanto o más que ofrecer que la otra mitad. Son algunos ejemplos que muestran cómo crear valor social y ambiental es perfectamente compatible con la creación de valor económico y ambos conceptos se refuerzan mutuamente. Con todo esto, definen el valor compartido como «las políticas y las prácticas operacionales que mejoran la competitividad de una empresa a la vez que ayudan a mejorar las condiciones económicas y sociales en las comunidades donde opera».
La sostenibilidad corporativa nace de la relación entre la RSE y el desarrollo sostenible y se convierte en el enfoque que ha de sustituir al de la RSE en el mundo empresarial. El desarrollo sostenible, según el Informe Brundtland (1987) de Naciones Unidas sobre el futuro del planeta y la relación entre medio ambiente y desarrollo se define como «las diversas formas de progreso que satisfacen las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades».
Este enfoque pone el énfasis en la relevancia de tomar decisiones desde las tres dimensiones de la sostenibilidad: económica, social y ambiental. Las decisiones económicas producen impactos sociales y ambientales, que también deben ser considerados. No se trata de acometer acciones que produzcan también valor social y ambiental, sino tomar decisiones estratégicas que incluyan las tres patas de la sostenibilidad de manera global y relacionada (enfoque holístico). Esto es la sostenibilidad corporativa, lo que la sitúa en un nivel más avanzado que la RSE. Y este es el camino que deberían acometer las empresas. Ya no hay que hablar de empresas socialmente responsables, sino de empresas sostenibles.
Con la crisis financiera y económica del 2008 y tras la demostración de que el modelo económico actual entra en contradicciones difíciles de explicar (por ejemplo: ¿cómo es posible que un Estado que crece económicamente no consiga reducir sus niveles de desigualdad, pobreza y exclusión?) surgen nuevos enfoques y modelos que intentan ofrecer respuestas y soluciones desde la inclusión y la diversidad. La economía feminista, la economía circular, la economía verde, la economía azul… son enfoques que plantean acciones encaminadas a la sostenibilidad desde diferentes perspectivas (de género, medioambientales, sociales, etc.).
Todos estos enfoques, y otros más (economía de la funcionalidad, teoría de los stakeholders, economía de recursos…), se incluyen dentro del modelo de la economía del bien común, un modelo nacido en el centro de Europa (Austria-Alemania) en 2010 de la mano del activista social de Attac y profesor de universidad Christian Felber. Se trata de un modelo de aplicación a cualquier tipo de organización (pública o privada, con ánimo o sin ánimo de lucro) a través de su herramienta, el balance del bien común, que permite medir la creación de valor social y ambiental mediante una matriz que relaciona los cuatro valores del bien común (dignidad humana, solidaridad y justicia social, sostenibilidad ecológica y transparencia y codecisión) con cinco stakeholders o grupos de interés (proveedores, propietarios y financiadores, personas empleadas, clientes y entorno social). Es una matriz estratégica enfocada hacia la sostenibilidad corporativa, que ofrece un plan de mejora encaminado a que las empresas puedan introducir medidas que les permita ir mejorando su capacidad para crear los tres valores de la sostenibilidad: económico, social y ambiental.
En el libro El modelo de la economía del bien común. Aplicación en la empresa/organización y casos prácticos, publicado en 2018 por la Cátedra de Economía del Bien Común de la Universitat de València, se pueden ver diferentes casos de empresas del bien común. El modelo marca una hoja de ruta para evolucionar desde la RSE hacia la sostenibilidad, priorizando los valores éticos y humanos en las empresas y favoreciendo el bien común frente al afán de lucro y la cooperación frente a la competencia.
Crecimiento económico y dinero no han de ser un fin en sí mismo, sino los instrumentos para conseguir el verdadero fin de la economía: el bienestar social y la mejora de la calidad de vida de las personas.
Fuente: El Diario