Este fin de semana he leído con sumo interés la columna de Ramón Jáuregui acerca de titularidad del concepto de la RSE desde un punto de vista ideológico. Creo que Jáuregui ha realizado una excelente síntesis de los distintos matices y la diversidad de opiniones existentes dentro los polos del espectro ideológico.
Afortunadamente no toda la izquierda vive anclada en una perpetua lucha de clases, ni toda la derecha se compone de un grupo de capitalistas implacables capaces de cualquier cosa a la hora de maximizar el beneficio.
El siglo XIX hace tiempo nos dejó muchas lecciones aprehendidas. La realidad de hoy es mucho más rica y diversa que un simplista escenario bicolor. Permítanme expresarlo con una anécdota.
En nuestra labor en Forética, de divulgar conceptos de responsabilidad social, uno de mis ejercicios favoritos consiste en plantear a la audiencia el siguiente reto. ¡Dibuje a un inversor! Casi siempre me encuentro con el siguiente arquetipo que ilustra la figura. Se trata de un varón de edad avanzada, con sobrepeso, nutrido mostacho y, para rematar la estampa, tacado de un bombín.
Esto suelo decir pertenece el pasado. ¡Inversores somos todos! Con nuestros ahorros, nuestros depósitos bancarios, nuestras cargas sociales, nuestros planes de pensiones, a través de los seguros que contratamos, y así hasta el infinito. Todas las características demográficas, todos los sistemas de valores y todas las ideologías lo quieran o no- vertebran al agente económico.
Desde este punto de vista, ¿es la responsabilidad social un discurso de izquierdas para mitigar los excesos del capitalismo? ¿O es una vacuna liberal para sobrevivir en un entorno de mayor escrutinio acerca de sus prácticas respecto de la sociedad y el medio ambiente? La respuesta, en mi opinión es que la RSE es neutra en sí misma. La responsabilidad se ha consolidado por tres motivos. Primero, porque es políticamente correcta, sea cual sea nuestro posicionamiento ideológico.
Segundo, porque es académicamente solvente, seamos humanistas o científicos. Tercero, porque es económicamente viable, seamos una multinacional, un sindicato, o una ONG. Pero el hecho de que sea un concepto neutro, no significa que no pueda ser secuestrado por uno o más polos. Un objeto en reposo está afectado por la gravedad. Cuando colocamos la RSE en un plano inclinado puede que caiga a la izquierda o a la derecha.
Siempre caerá al lado opuesto a dónde coloquemos el ángulo recto. Pero eso lo importante no es el concepto, sino quién y cómo coloca el plano inclinado. Esto hace que revisemos continuamente el papel de los agentes socio-económicos, y con especial atención, el rol del estado en torno a la RSE.
El papel del Estado en el ámbito socio-económico ha sido y será siempre un tema controvertido. La teoría que cimenta la legitimidad del Estado a la hora de intervenir en el sistema político no es del todo reciente. La encontramos en las teorías del contrato social desarrolladas por Thomas Hobbes en 1671 y por Rousseau en 1762. Básicamente dicen lo mismo, pero uno ve el vaso medio lleno y el otro medio vacío.
Hobbes dice que el «hombre es un lobo para el hombre», que es egoísta y que en la búsqueda de su propio interés es capaz de destruir la sociedad. Por eso se crea el Leviatán, es decir, el Estado cuya misión es vigilar y controlar los excesos de la esencia egoísta del hombre.
Por contra, Rousseau cuenta la misma historia pero al revés. El hombre, que es en esencia bueno y moral, gozando de infinita libertad, cede la tutela de sus derechos y, por tanto, limita su rango de actuación a favor del Estado. Este, en consecuencia, los administra buscando el interés general.
Ambas teorías convergen en la misma idea. El contrato social, como legitimador del Estado. Nuestro contrato nos reconoce derechos y establece obligaciones recíprocas respecto a la sociedad. Nuestro Estado los administra y armoniza. Esta es la solución óptima entre la anarquía y el totalitarismo.
Ahora, en el siglo XXI el panorama ha cambiado ligeramente, aunque tampoco hemos superado el discurso. ¿Qué hay de nuevo? La democracia salvo poco honrosas excepciones es la tónica dominante y los Estados están legitimados por el sufragio universal.
La cultura occidental ha optado por un modelo liberal en el que se prima como su propio nombre indica la libertad individual siempre que esta no vulnere los derechos de los demás. Así, el Estado se limita a ser el árbitro que vigila el equilibrio de intereses entre los distintos grupos de interés. En este modelo, el Estado asume una serie de funciones en las que el mercado, por sí solo, no llegaría a una solución adecuada.
En algunos casos, porque el interés individual puede generar situaciones poco éticas, como la explotación infantil, la contaminación de medio, las situaciones monopolísticas, entre otras. En otros, porque en esencia, se trata de un servicio público que no es posible delegar en manos privadas – al menos totalmente- como la administración de justicia, la defensa o la promulgación de la propia ley.
El debate sobre el peso del estado en el ámbito de la RSE es, en definitiva, una cuestión de opciones políticas e ideológicas. Si uno parte de un concepto liberal dirá que el Estado debe ser un testigo mudo, o en todo caso, un facilitador de la RSE, y, como máximo, un árbitro. La RSE pertenece al ámbito privado, puesto que va más allá de la propia ley. Para una posición anti-liberal, el Estado sería un policía de las prácticas empresariales porque en la búsqueda del máximo beneficio se presume que la empresa tarde o temprano acabará actuando en contra de la sociedad.
Recientemente, Forética ha realizado un repaso a la legislación europea en materia de responsabilidad social y ha constatado que permanece un enfoque prudente de soft lesgislation en nuestro entorno. Esto es el reflejo de que a nivel internacional, la RSE sigue siendo un concepto neutro, y al mismo tiempo, tremendamente efectivo.
Como dijo Aristóteles, en el punto medio está la virtud. Y, hablando de virtudes, la prudencia debe regir el debate en torno al papel del Estado en el ámbito de la RSE. Siempre habrá planos inclinados, pero esperemos que los ángulos no se agudicen porque quizá el concepto dejaría de funcionar. Políticamente correcto, académicamente solvente y económicamente viable han sido, hasta ahora, buenos compañeros de viaje.
Muy buen artículo, felicidades.