Por Leopoldo Lara
Hace tres días sufrimos en mi casa la incursión de ladrones.
Estábamos todos los miembros de la familia en el interior.
Para nuestra fortuna nadie despertamos y el o los delincuentes actuaron sin violencia.
Lamentablemente no es la primera casa que violan de esa manera en la colonia donde vivo, ya es la cuarta de diez intentos en el último mes.
Desde ese momento no he dejado de reflexionar sobre las fantasías que nos generamos a partir de lo que percibimos.
Nos sentimos protegidos en nuestras casas porque levantamos muros y bardas. Sin embargo, una vez que alguien las vulnera (por cierto más fácil de lo que pensamos) tenemos que convivir adentro con el enemigo, en una trampa de alcances inauditos.
Y en esa misma realidad engañosa, vivimos gran parte de nuestra vida.
Vivimos entrampados cuando nos hacemos expectativas falsas de quienes aspiran a gobernar o a legislar en nuestro país. Cuando proponen cosas inalcanzables -porque prometer no empobrece, porque en campaña todo se vale- y las compramos todas, cuando ejercemos nuestra opinión en base a nuestra «lealtad» a un partido en lugar de sus resultados o proyectos serios, a la apariencia física, al género o a lo que nos han dicho negativo de tal o cual candidato.
Vivimos dentro de una trampa, cuando creemos que sólo con ir a votar las cosas deben resolverse y nos pasamos seis años en blanco o en el mejor de los casos rumiando de coraje, sin tomar acción jamás, sin opinar, sin ejercer nuestro derecho ciudadano.
La trampa se hace realidad, cuando pensamos que el gobierno tiene que solucionar todo, aunque se nos esté cayendo el pueblo a pedazos.
Es una trampa nuestra vida, cuando no damos a nuestras acciones el verdadero peso que tienen para la educación de nuestros hijos y creemos que sólo abrazándolos o diciéndoles cosas bonitas (que no estoy en contra) será suficiente para formarlos, sin pensar que el ejemplo es la clave.
Nuestra vida se convierte en una verdadera trampa cuando aceptamos ser corruptos en lugar de cumplir con la ley y alentamos un modelo de vida en el que los listos «ganan», pero en el que tarde que temprano tocará pagar esa «diferencia» de alguna manera.
La trampa se manifiesta de inmediato, cuando creemos que los recursos naturales son eternos, que no es necesario cuidar el medio ambiente, cuando nos enojamos porque alguien nos recomienda reciclar o separar la basura y decimos que eso le toca hacerlo a quien le pagan para ello, cuando pedimos bolsas de plástico en el supermercado y cuando tiramos la basura en la calle «al fin que nadie nos ve».
Vivimos en la trampa de nuestra mente, cuando no estamos dispuestos a hacer algo por los demás, ni tan siquiera con unos centavos del «redondeo» y al contrario despotricamos contra quienes lo promueven y administran, porque «saludan con sombrero ajeno» sin mirar las acciones que se realizan con esos recursos.
Caemos redondos en una trampa, cuando suponemos que siempre tenemos la razón, cuando no existen otras opiniones que consideremos valiosas, porque «todos son unos tontos».
La trampa es un hecho cuando discriminamos no sólo por color de piel, sino por religión, género, condición física u orientación sexual. Cuando decimos que somos muy tolerantes con esos temas y sin embargo somos incapaces de reconocer sus derechos más elementales.
Estamos dentro de una trampa, cuando el que grita más es el más escuchado.
Tenemos al ladrón en casa, cuando suponemos que a nosotros nunca nos tocará enfermarnos, cuando vemos a la muerte lejana a nosotros, a nuestra familia.
Es una trampa pensar que alguien resolverá nuestras vidas, que lo que hacemos no afecta nuestro futuro, que lo que nos sucede no es producto de nuestras acciones pasadas.
Vivimos en una trampa todos los días, no sólo las noches cuando dormimos y estamos más expuestos.
Despertemos, saquemos al ladrón de casa, hoy es el día.
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