Testimoniales de mujeres victoriosas del cáncer de mama
¡Tengo cáncer! Una expresión tan aterradora, dolorosa, y dramática que solamente viviéndola en carne propia se puede tener idea de lo que representa. Dos palabras aparentemente cortas, simples, pero que en su justa dimensión logran cambiar toda una vida y eso cuando, como yo, se tiene la suerte de sobrevivir.
La presencia de estas dos palabras irrumpe en tu vida de una manera tan violenta… en primera instancia, pueden representar la cancelación de cualquier sueño, de cualquier proyecto de vida; acabar de un momento a otro con la posibilidad de pensar en el mes que viene, en el año que entra. Te enfrentan de pronto a una realidad que nunca habías imaginado que pudieras llegar a enfrentar. Sin embargo, cuando las tienes presentes, cuando revisas el resultado de tus estudios de laboratorio y descubres que todos tus temores eran fundados y que aquella protuberancia es maligna, sientes que se junta el cielo con la tierra, se te aflojan las piernas y paulatinamente se te llenan de lágrimas los ojos.
Sobre el cáncer tienes un conocimiento limitado de lo que pasa, a partir de personas conocidas, pero uno se siente único cuando lo padece y al final es cierto, somos únicos y el dolor que enfrentamos, efectivamente es sólo nuestro y nadie puede entenderlo. La sensación de estar terriblemente solo frente a un mundo que no tiene la capacidad de entenderte y mucho menos de comprender lo que estás pasando.
Pero, por fortuna, ¡nunca estás solo! Si logras salir de tu dolor y ver hacia afuera, vas a descubrir que la solidaridad no es solamente un discurso político, sino una verdadera actitud en la mayor parte de la gente que te rodea, incluso aquellos de quienes menos esperas. Puede ser que no entiendan tu dolor, porque no sólo están sintiendo, pero asumen que necesitas ayuda y te la brindan, cada uno en la medida de sus posibilidades, y éste es el primer paso para iniciar tu recuperación.
Luego viene el tratamiento, siempre se ha sabido que la quimioterapia es terrible, que causa estragos en el organismo, y empiezas a pensar en cómo te va a afectar. Hay reacciones que pueden ser comunes a todos los pacientes, y otras que son absolutamente individuales. Sin embargo, algo que aprendí en esas horas aparentemente perdidas mientras estaba sentada en la sesión de quimioterapia, viendo cómo pasaba el suero con el medicamento, es que puedes aprender mucho de los otros pacientes.
De unos admiras la resignación, de otros la fe con que enfrentan su duelo, de otros, la capacidad de ofrecer una sonrisa y de compartir sus propias experiencias; pero algo que no se puede negar es que se agudiza la sensibilidad y se aprecian detalles que, en otras circunstancias, pueden pasar desapercibidos.
En una consulta con la oncóloga -con quien por cierto estaba muy enojada-, antes de ser sometida a cirugía, me preguntó si yo era esa señora tan positiva, la que usaba el turbante blanco que transmitía mucha energía y de la que hablaban tan bien los otros pacientes. El comentario, por supuesto, me llamó mucho la atención, no sabía que la gente me percibía de esa manera, y debo confesar que me halagó. También me sorprendió descubrir la gran sensibilidad de todos para detectar en mí una actitud que probablemente yo misma no había advertido y que me dejó el grato sabor de no estar sola y de poder, de alguna manera, contribuir a que los otros pacientes no se sintieran tan mal.
El compartir experiencias con otros pacientes te permite darte cuenta que a veces, por mal que te esté yendo, tu malestar puede ser inferior al que experimenta la señora de junto. Mientras a mí escasamente me daban náuseas, hubo quien se quedó internado en el hospital por la gravedad de su malestar.
Sabes que vas a perder el cabello, pero nunca te lo imaginas
lo traumático que puede ser. Viene después la cirugía, otro momento verdaderamente terrible. sabes que te van a mutilar, pero en el fondo de tu corazón abrigas la esperanza de que el tumor no sea tan grande y que la operación pueda ser menos agresiva, sin embargo, hasta que no te descubres, no tienes idea de cómo te ves y cómo te sientes.
Cuando sales del quirófano, amodorrada, sin plena conciencia del tiempo y del espacio, de repente sientes un brazo amarrado a tu cuerpo, lo único que puedes mover son los deditos, tratas de acomodarte en la cama y un jalón te produce dolor, un dolor punzante, desgarrador, que no logras ubicar, pero que te hace pensar en que si así estás por fuera, como estarás por dentro. Es hasta que te quitan el dreno-bag cuando descubres que ese dolor inicial se producía porque la sonda que te drenaba la herida para evitar que se infectara, se estaba pegando al tejido que cicatrizaba.
Poco a poco te vas reponiendo. Recuerdo que cuando aún estaba en el hospital llegó una trabajadora social, una mujer muy amable que fue a reconfortarme, a darme información acerca de lo que habían hecho. Habló largo rato sobre la función que habían desempeñado mis senos a lo largo de mi vida, desde que empiezan a crecer en la adolescencia, pasando por el atractivo erótico y sensual, hasta la madurez, cuando cumplen su función alimenticia. Pero al llegar el momento de explicar la mutilación de la que has sido objeto, entonces el discurso empezó a perder sentido y sensibilidad. Que yo ya tenía cincuenta años, mis senos habían cumplido su función, prácticamente ya no los necesitas. Y llega entonces el duelo interior, porque a pesar de tus cincuenta años, aún tienes una relación de pareja que requiere del erotismo de tu cuerpo, aún estas enamorada. El iniciar esta nueva etapa en la que tienes que superar y enfrentarte a tu cuerpo mutilado es dura, muy dura.
En ocasiones al mirarme al espejo, me llegué a sentir como el jorobado de Notre Dame: fea, desagradable, con ganas de esconderte donde nadie te vea. Pero una vez más…. ¡no estás sola!, llega el momento en que una maravillosa amiga te habla y te sugiere la forma de fabricarte una prótesis. Y la hicimos con una camisa vieja, un kilo de semilla de mijo, ¡sí, semiila de mijo!, hilo, aguja, y un poquito de creatividad… ¡Ah! y dos hijas maravillosas con las que compartí todo mi proceso de duelo, que me ayudaron a bañarme, a vestirme, a vendarme y hasta a coser mis prótesis para que mi cuerpo fuera recuperando la apariencia que tenía antes.
Éste fue un momento crucial, porque si al principio dije que el no sentirte sola era fundamental para tu recuperación, verte bien contribuye notablemente a sentirte bien y, por lo tanto, influye en tu recuperación física y emocional.
Con todas estas experiencias puedo hacer un balance que resulta, afortunadamente, positivo y en el que he salido ganando en muchos aspectos. Encontré apoyo y solidaridad en mis buenos amigos y compañeros, así como un buen respaldo laboral.
El amargo trance me permitió recuperar la relación con mi hermano, del que estaba alejada hacía mucho tiempo. Durante este proceso mis hijas mostraron una madurez y una fuerza verdaderamente notables. Yo adquirí la fuerza y la determinación suficientes para reconocer y defender mis sentimientos y, lo más importante, para no callarlos ni econderlos: si me aman o no, realmente no importa, si yo amo ¡lo digo!, porque estar enamorado es un regalo, y la mejor manera de disfrutar un regalo es mostrándolo.
Recuperé también la capacidad de escribir, que se me había perdido en el camino como parte de esa mala sombra que te hace esconder tus emociones y tus sentimientos. El haber pasado por todas estas experiencias, el haberme dado cuenta poco a poco de muchas cosas que no sabía que me iban a pasar, y las que sí sabes que te van a ocurrir pero de las que no tienes la justa dimensión de lo que vas a experimentar, me hizo pensar en compartir a través de la escritura esta vivencia que, a la vuelta del tiempo, ha convertido esa visión catastrófica inicial en la certeza de ser una persona sumamente afortunada.
La mayor suerte es tener la conciencia de una nueva oportunidad que me permite disfrutar cada minuto con todo el entusiasmo del que soy capaz, y entender, por fin, lo que las frases tan bellas como ¡Gracias a la vida! quieren decir.
Fundación Cim*ab
Fuente: Matices. 27 testimonios de sobrevivientes de cáncer de mama; Lindero Ediciones, 2003. p128-130.