Testimoniales de mujeres victoriosas del cáncer de mama
Tengo 32 años. Perdí a mi madre y a mi hermana de cáncer de mama.
Mi madre fue diagnosticada por primera vez con cáncer de mama cuando tenía 47 años. A pesar de que yo tenía sólo seis años, nunca crecí con la conciencia de que mi madre era una sobreviviente. En realidad, en ese tiempo, la posibilidad de perderla nunca cruzó por mi mente. To sabía que mi madre había tenido cáncer, la acompañé muchas veces a sus revisiones, pero eso era tan sólo una parte más de la vida cotidiana. Todo esto cambió en 1991, cuando al poco tiempo, a mi madre le diagnosticaron una reincidencia. Parecía muy extraño después de tanto tiempo, pero así fue. Por primera vez sentí esa vulnerabilidad que provoca la posibilidad de la pérdida de un ser querido.
Mi madre siempre fue una mujer muy fuerte. Así pasó por una pequeña cirugía y acomodaba su tratamiento de radioterapia de tal manera que pudiera estar con mi hermano, que aún permanecía hospitalizado. Pasó el tiempo, terminó su tratamiento y se quedó con terapia de supresión hormonal. De ser por las visitas al médico, todo parecía haber vuelto a la normalidad, los temores se habían disipado y estábamos seguros de tener madre para rato.
En 1993, mi hermana Márgara fue diagnosticada con cáncer de mama; tenía 31 años. A pesar de tener fuertes antecedentes familiares, el médico no le hizo una biopsia inmediatamente y, para cuando se decidió opera, el cáncer ya estaba también en los ganglios. Márgara entró al quirófano por una biopsia y salió con una mastectomía radical.
Esto fue un golpe muy fuerte para todos ¿Estaría esta enfermedad en nuestros genes? Mi madre empezó a preocuparse ahora por mí, si esto le había pasado a Márgara, ¿por qué no a mi? Nuevamente esa vulnerabilidad que provoca el perder la tranquilidad que la salud se hacía presente. Yo sentía también un enojo muy grande; ¿acaso no se hubiese podido hacer algo antes?
El pronóstico de Márgara fue muy malo desde un principio El primer año de su diagnóstico fue muy difícil, no sólo por lo que un diagnóstico así implica, sino porque ella, en su afán por protegernos, nos mantuvo al margen de su nueva realidad. en un principio no quiso que nada se supiera, así que su vida siguió igual o al menos así parecía. Continuó trabajando y programaba sus quimioterapias en viernes, de tal manera que tenía todo el fin de semana para recuperarse sin que nadie se diera cuenta de lo que le estaba pasando. Esos días ella se encerraba en su departamento y yo de alguna manera me encerraba en mí, pensando en la impotencia de no poder tenderle la mano a una de las personas más importantes en mi vida.
En alguna ocasión logramos platicar acerca de esto, de cómo, a pesar de saber lo importante que era en ese momento su recuperación, tenía que entender que al tratar de protegernos nos hacía más daño con su barrera. De alguna u otra manera, para nosotros era importante estar cerca de ella y sentirnos útiles. Ese primer año pasó y con él se fueron una serie de frustraciones e incertidumbres. La vida pintaba bien otra vez.
El cáncer de mi madre empezó a crecer, ahora estaba en los huesos. Más radiaciones, algo de quimio. Nuevamente la rutina empieza a girar en torno a los médicos, los laboratorios, etcétera. Mi madre fue adaptando. Siguió trabajando, ahora caminaba con bastón, en ocasiones usaba una silla de ruedas, pero seguía siendo ella. Márgara estaba bien y regresó a vivir a la casa para estar más cerca de mamá y asó poder atenderla. Pero mi madre se llevó (como ella diría) el premio al mejor susto del Día de Muertos. Tuvo un ataque convulsivo que más tarde sabríamos que fue provocado por una metástasis en el cráneo que le estaba irritando el cerebro. ¡Esto no podía estar pasando!
Mi madre hasta ese día había seguido trabajando, yo acababa de comprometerme y tenía planes de casarme en enero, Márgara planeaba irse a estudiar una maestría en Austria en febrero, en fin, todo parecía ir viento en popa, pero nuevamente la vida nos movía el piso.
Lo de mi madre fue rápidamente de mal en peor. Sin embargo, siempre con su fortaleza y el sentido de amor a la vida que le caracterizó, se encargó de que todos siguiéramos con nuestros planes. Yo pospuse mi boda religiosa, aunque a regañadientes, y ella necio con los médicos los procedimientos que tenía que hacer con los médicos los procedimientos que tenía que hacer para estar conmigo en mi boda civil.
Para ella estaba muy claro que éste era el momento en que su vida cambiaba de espacio y quería hacernos entender que así como su vida continuaría en otra parte, la nuestra debía continuar aquí. Así fue, el 22 de diciembre de 1985 yo me casé por el civil vestida de novia con el vestido de mi madre, y tuve la gran fortuna de compartir ese momento con ella.
El 6 de enero de 1996 mi madre murió en mi casa, rodeada de toda su gente. Creo que es ese sentido de la muerte como una continuación de la vida que ella me dio, lo que hizo que en ese momento no la llorara. Es ahora, en los momentos más simples, cuando su presencia física me llega a hacer tanta falta.
Tras la muerte de mi madre, yo me fui a Australia con Márgara un mes y después regresé a México para casarme. Nuevamente me extrañaba el no sentirme sola. Aunque no físicamente, las dos Márgara estuvieron conmigo ese día.
Pasaron dos años y todo aparentaba haber vuelto a la normalidad. Yo vivía en Monterrey, Margara ya había vuelto de Australia y la sombra del cáncer parecía habernos dejado.
En 1998 todo se derrumbó. El cáncer de Márgara había vuelto. ¡Qué rabia! ¿Hasta cuándo nos va a dejar en paz? Me parecía francamente injusto que una mujer joven, inteligente, buena tuviera que volver a poner su vida en pausa para “jugar” a la guerra contra esta enfermedad. Aunque esta vez para ella todo fue diferente. Se abrió, nos dejó compartir su dolor, su frustración, estar con ella en sus tratamientos, en fin, realmente se apoyó en nosotros, No les digo que no fue difícil, pero al menos permitía canalizar un poco de esa energía que se va almacenando cuando se vive algo así.
En noviembre de ese años Sergio -mi esposo- y yo nos fuimos a vivir a Nueva York. El proyecto me parecía muy interesante. Era, sin duda una gran oportunidad para nosotros, sin embargo, la distancia me preocupaba.
Márgara entró en remisión y en marzo viajó a Nueva York para estar en mi cumpleaños. Fueron momentos padrísimos. Incluso hicimos todos los preparativos para recibir el milenio en la Gran Manzana.
¿Nos podíamos permitir creer que finalmente la pesadilla había terminado? Pero pronto encontramos la respuesta. En abril su salud empezó a deteriorarse, y para mayo la recurrencia era definitiva. Las cosas no se veían nada bien. Esta vez había vuelto con saña. ¿Qué impotencia? ¿Qué hacía yo en Nueva York mientras mi hermana libraba la batalla más difícil de su vida?
Yo entendía que mi vida estaba en mi casa con mi esposo, sin embargo, mi mente y mi energía permanecían en México con ella.
Asó, con el apoyo de Sergio, pasé como cinco semanas en México. Sería la primera de muchas veces que esto sucedería. De alguna manera, es como si Sergio y yo hubiésemos acordado tácticamente poner pausa a nuestra vida.
A partir de ese momento, cada vez que me subía a un avión ya fuera rumbo a México o a Nueva York. algo dentro de mí se desgarraba. ¿Cuál era mi lugar? ¿Qué misión debía cumplir para darle sentido a todo esto? Así fue como un día decidí cruzar las puertas de la American Cancer Society (ACS) y ofrecer mis servicios como voluntaria. En un principio, más que yo trabajar con ellos, fueron los que trabajaban en mí. Yo seguía viajando constantemente, pero al menos, cada vez que volvía a Nueva York me sentía útil. Indirectamente hacía algo por la lucha.
Hacia finales de octubre todo estaba dicho, los medicamentos no estaban dando resultados esperados. Al parecer, estábamos perdiendo no sólo la batalla sino la guerra. Márgara se despidió de todos y con un “te quiero siempre”, quedamos de vernos algún día. claro que esto no era una película. De alguna manera, vino un segundo aire de energía y, aunque el cuerpo seguía diciendo que no, su espíritu insistía en seguir aquí. Y sí, una vez más, yo tuve que volver a Nueva York. cada día, subir a ese avión tenía menos sentido.
Era evidente que no pasaríamos Año Nuevo en Nueva York, así que Sergio y yo hicimos planes de emergencia para pasar Navidad en México. Al llegar, la persona que encontré al bajar del avión no parecía ser Márgara, pero su espíritu, su amor, su ternura, estaban ahí. También estaban el dolor, el sufrimiento, la impotencia ante este monstruo que se había empeñado en no dejarla vivir.
Sergio y yo regresamos a Nueva York el 26 de diciembre. Sin duda, uno de los días más tristes en toda mi vida. Al despedirnos, Márgara y yo sabíamos que no nos volveríamos a ver, al menos del modo acostumbrado.
Recuerdo que lloré prácticamente desde el momento en que salí de su casa hasta que llegué a la mía, y miren que la distancia entre ellas no era corta.
El milenio tan esperado por todos llegó, claro que algo en mí faltaba.
El 3 de enero del 2000 amaneció extrañamente templado. Sin necesidad de abrigos y bufandas, salí a hacer algunos pendientes, pero algo no me permitía estar lejos de casa, así que volví. Alrededor del mediodía, la llamada llegó. No tenían que decirlo, algo en mí sabía que Márgara se había ido.
La magia y la maldición de la distancia. Me urgía estar en México, así que había que ocuparse. Boletos de avión, maleta, taxi… en fin.
Milagrosamente, Sergio y yo viajábamos rumbo a México. No lo niego, fue uno de los vuelos más largos de mi vida, o así lo parecía. Pero fue también un espacio que me permitió reconoce y ordenar mis pensamientos, mis sentimientos, porque por curioso que parezca, con frecuencia lo que racionalmente aceptamos como bueno, no necesariamente se siente de esa manera.
La pérdida física de mi madre y e Márgara sin duda dejó un vacío en mi mundo, mas no en mi persona. Frecuentemente ñas reconozco en mí, en mis hermanos y sobrinos. Su legado es tan fuerte que su presencia se torna indestructible.
Con respecto a mí, es curioso de cierta manera, la razón de su muerte se ha convertido hasta cierto punto en el sentido de mi vida.
Mi madre escribió: El pasado ya no existe, el futuro ya vendrá. Este minuto vale oro, es mío y no vuelve más.
A través de estas palabras he aprendido a vivir intensamente cada momento y a luchar por las cosas en las que creo.
Fuente: Matices. 27 testimonios de sobrevivientes de cáncer de mama; Lindero Ediciones, 2003. p 133-135