Testimoniales de mujeres victoriosas del cáncer de mama
Algo no estaba bien, mi salud no era la óptima. Mientras me realizaban algunos estudios, mi hija mayor presintió mi cáncer y empezó a pedir ayuda.
Ella es así, perceptiva, y en esta ocasión no se equivocó. A mis 37 años, casada y con cuatro hijos, me diagnosticaban cáncer de mama…
“¿Por qué ahora?, me preguntaba. Mis hijos están pequeños y me necesitan. Mi marido habían perdido a sus padres siendo muy niño y yo no quería repetir la experiencia, ni para mis hijos, ni para él.
Yo tenía que vivir, no entendía por qué Dios había permitido que esa enfermedad entrara a mi cuerpo, a mi vida, a mi familia.
En un abrir y cerrar de ojos, todo cambiaba radicalmente. El miedo y la incertidumbre pasaron a ser los protagonistas de una vida plena rodeada de amor y satisfacciones. El cáncer decidió visitarme y, en ese momento, comenzó una batalla que no pensaba ni pienso perder.
La maternidad en primer lugar, y el apoyo de mis seres queridos, que he de confesar que no sabía que temía tantos, fueron los incentivos primordiales para comprender una dura lucha que sabrá Dios cuándo terminará.
Mi cáncer tiene características poco comunes, es un cáncer raro, por llamarlo así, muy agresivo y con altos índices de reincidencia. Decidí ir tratarme a Estados Unidos, ya que ahí tenían mucha más información para combatirlo. No hay palabras para describir la magnitud de la agresividad tanto del mal mismo, como del tratamiento para intentar erradicarlo. La mente, mi optimismo, el amor a la vida, a todos y a todo lo que me rodea me han ayudado a no darme por vencida.
De entrada la noticia “Señora, lamento decirle que tiene cáncer”, te desmorona moralmente. El tratamiento empieza y, físicamente, la quimioterapia acaba no sólo con lo superficial como el pelo, las cejas, las pestañas, que es muy deprimente, sino que todo tu cuerpo se vuelve una carga insoportable. Fue un bombardeo intenso y constante de cinco meses, y ahora parece que la tormenta empieza a apaciguarse, por lo menos durante una rato.
Para llevar a cabo mi tratamiento, iba y venía de Estados Unidos a México y de México a Estados Unidos. Me dividía para estar aquí, con mis hijos, con mi marido, con mi gente querida, pero también tenía que estar al pendiente de todo lo relativo a mi enfermedad. El cansancio empezó a apoderarse de mí y empecé también a perder el sentido del gusto. Yo me dedico, bueno, me dedicaba, a servir banquetes. La quimioterapia afectó mi sentido del gusto, y para mí oficio ésa es una gran pérdida. Poder distinguir los sabores, el tener un paladar educado, es algo muy importante para dar el sazón exacto. Y aunque espero recuperarlo del todo algún día, si ha representado un obstáculo para seguir haciendo lo que tanto me gusta hacer.
También el cansancio ha mermado considerablemente mi actividad cotidiana, y honestamente me preocupa, soy una mujer muy activa que, aparte de atender a su familia, tiene un mundo propio. No quiero renunciar a esos dos mundos que son parte muy importante para mi desarrollo físico y emocional.
Espero que cuando acabe esta pesadilla recupere mi fuerza, mi vitalidad física, y el agotamiento quede para siempre en el olvido.
Se que miles de mujeres han padecido lo mismo que yo. No todas tuvieron la suerte de vivir para contarlo. Yo me siento privilegiada de tener un marido cariñoso, optimista y perseverante, que me ha apoyado en cada minuto de la batalla y siempre con una sonrisa, con su mejor cara. Sin mi mamá y sin mis hermanas la lucha hubiera sido mucho más difícil.
No puedo dejar de mencionar la suerte que tuve de caer en manos de un equipo de doctores sumamente profesionales que no sólo me trataron y orientaron de manera óptima, sino que además me entendieron, me consolaron y me brindaron todo el cariño y el tiempo del mundo.
Ahora estoy en la etapa de reconstrucción, que es lenta y desgastante. Mi caso en particular requiere de varias cirugías. La primera duró doce horas, y consistió en subir músculos del abdomen al pecho. Las demás son para completar el proceso de la primera.
A pesar de todo nunca me rebelé, ni me enoje con la vida o con Dios, al contrario, me abandoné a Él, que todo lo puede. Quiero vivir, y aunque sé que nadie es indispensable, de alguna manera sí somos necesarios, al menos para nuestros hijos, para nuestra pareja, para nuestra familia. Para ellos, para los que soy necesaria y que han vivido todo el proceso conmigo, los momentos duros, no me daré nunca por vencida. Día a día le doy gracias a Dios por un día más y le pido fuerzas para seguir lidiando con un mal que puede tomar a cualquiera por sorpresa.
Fuente: Matices. 27 testimonios de sobrevivientes de cáncer de mama; Lindero Ediciones, 2003. p143-144