De todas las regiones más importantes del mundo, Europa es la que más se esfuerza por aplicar políticas encaminadas a contrarrestar el cambio climático causado por el hombre. Sin embargo, la piedra angular del planteamiento de Europa, el régimen de comercio de derechos de emisión de los gases que provocan el efecto de invernadero y causan el cambio climático, tiene problemas. Esa experiencia sugiere una estrategia mejor tanto para Europa como para el resto del mundo.
La historia fundamental del cambio climático causado por el hombre está resultando cada vez más clara al público mundial. Varios gases, incluidos el dióxido de carbono, el metano, el óxido nitroso, calientan el planeta a medida que aumentan sus concentraciones en la atmósfera. Al crecer la economía mundial, aumentan también las emisiones de dichos gases, lo que acelera el ritmo del cambio climático causado por el hombre.
El principal gas de los que provocan el efecto de invernadero es el dióxido de carbono. La mayoría de las emisiones de CO2 son consecuencia de la quema de combustibles fósiles -carbón, petróleo y gas natural- para producir energía, cuyo consumo mundial está aumentando con el crecimiento de la economía. A consecuencia de ello, vamos camino de tener niveles peligrosos de CO2 en la atmósfera.
Hace 20 años, el mundo acordó reducir en gran medida las emisiones de CO2 y otros gases que provocan el efecto de invernadero, pero se han logrado pocos avances al respecto. Al contrario, el rápido crecimiento de las economías en ascenso, en particular China, que quema carbón, ha hecho que las emisiones de CO2 se hayan disparado.
Ya han empezado a producirse cambios peligrosos en el clima. Si el mundo sigue por su trayectoria actual, las temperaturas mundiales acabarán aumentando varios grados centígrados, lo que hará subir los niveles del mar, provocará megatormentas, graves olas de calor, malas cosechas en gran escala, sequías extremas, inundaciones de grandes proporciones y una marcada pérdida de la diversidad biológica.
No obstante, el de cambiar el sistema energético del mundo es un empeño ingente, porque los combustibles fósiles están profundamente imbricados en el funcionamiento de la economía mundial. El petróleo constituye el combustible principal para el transporte a escala mundial. Se quema carbón y gas en cantidades enormes y que van en aumento para producir electricidad y proporcionar energía para la industria. Entonces, ¿cómo podemos mantener el progreso económico a escala mundial y al tiempo reducir profundamente las emisiones de carbono?
Esencialmente, hay dos soluciones, pero ninguna se ha desplegado en gran escala. La primera es la de sustituir en masa los combustibles fósiles por las fuentes de energía renovables, en particular la eólica y la solar. Algunos países seguirán utilizando también la energía nuclear. (La generación de energía hidroeléctrica no emite CO2 pero sólo quedan unos pocos lugares en el mundo en los que puede crecer sin importantes costos medioambientales o sociales.)
La segunda solución es la de capturar las emisiones de CO2 para almacenarlas bajo tierra, pero aún no se ha comprobado en gran escala la eficacia de esa tecnología, llamada de captura y secuestro de carbono. Un método es el de capturar el CO2 en las centrales en las que se queme carbón o petróleo. Otro es el de capturarlo directamente del aire utilizando procesos químicos concebidos especialmente para ello. En cualquiera de los dos casos, harán falta inversiones importantes en investigación e innovación suplementarias antes de que llegue a ser una tecnología viable.
El gran problema es el tiempo. Si dispusiéramos de un siglo para cambiar el sistema energético del mundo, podríamos sentirnos razonablemente seguros. Sin embargo, debemos haber concluido la mayor parte del paso a la energía con escasa utilización de carbono a mediados de este siglo, cosa que resulta extraordinariamente difícil, en vista del largo periodo de transición necesario para renovar radicalmente la estructura energética del mundo, incluidos no sólo los sistemas de transporte, las centrales eléctricas y las líneas de transmisión, sino también los hogares y los edificios comerciales.
Pocas regiones económicas han logrado grandes avances en esa transformación.
En realidad, los Estados Unidos están haciendo ahora inversiones enormes en gas natural sin reconocer -ni preocuparse al respecto- que probablemente el auge de su gas de esquisto, basado en una nueva tecnología de fracturación hidráulica, empeore la situación.
Aun cuando la economía de EU sustituya el carbón por el gas natural, es probable que se exporte su carbón para su utilización en otras partes del mundo. En cualquier caso, el gas natural, aunque su densidad de carbono es algo menor, es un combustible fósil; quemarlo causará un daño climático inaceptable.
Sólo Europa ha intentado hacer un cambio en serio para sustituir las emisiones de carbono, al crear un sistema que obliga a todos los industriales emisores a obtener un permiso para cada tonelada de emisiones de CO2. Como el comercio de esos permisos se hace con el precio de mercado, las empresas tienen el incentivo de reducir sus emisiones, gracias a lo cual habrán de comprar menores permisos o podrán vender los permisos sobrantes para obtener un beneficio.
El problema radica en que el precio de mercado de los permisos se ha desplomado con la desaceleración económica de Europa. Los permisos que solían venderse por más de 30 dólares por tonelada antes de la crisis ahora se venden por menos de diez. Con ese bajo precio, las empresas tienen poco incentivo para reducir sus emisiones de CO2 y poca confianza en que un incentivo basado en el mercado dé beneficios. A consecuencia de ello, la mayor parte de la industria europea sigue la vía habitual, precisamente cuando Europa intenta ser la vanguardia del mundo en esa transformación.
Pero existe una estrategia mucho mejor que los permisos comerciables. Cada una de las regiones del mundo debe introducir un impuesto a las emisiones de CO2 que empiece siendo bajo actualmente y en el futuro aumente gradual y previsiblemente.
Se debería canalizar una parte de los ingresos procedentes del impuesto a las subvenciones para nuevas fuentes energéticas con poco carbono, como la eólica y la solar, y para sufragar los costos de desarrollo del procedimiento de captura y secuestro de carbono. Dichas subvenciones podrían ser bastante elevadas al principio y disminuir gradualmente con el tiempo, al aumentar el impuesto a las emisiones de CO2 y disminuir los costos de las nuevas tecnologías energéticas con más experiencia e innovación.
Con un sistema de impuesto al carbono y de subvenciones previsible y a largo plazo, el mundo avanzaría sistemáticamente hacia una energía con poco carbono, una mayor eficiencia energética y la captura y el secuestro de emisiones. No hay tiempo que perder, la necesidad de que todas las regiones más importantes del mundo adopten políticas energéticas previsoras y prácticas es más urgente que nunca.
Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Política y Gestión de la Salud y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. También es Asesor Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Copyright: Project Syndicate, 2013.
Fuente: Reforma