Controlar la emisión de gases a la atmósfera para evitar el calentamiento global es uno de los problemas más delicados y urgentes que enfrenta la comunidad internacional.
En unos meses, México será la sede de la siguiente reunión mundial sobre cambio climático. Como lo mostró Copenhague, dar a luz un acuerdo que sustituya al Protocolo de Kyoto, cuya vigencia termina en 2012, será una tarea titánica.
A pesar de que el impacto del calentamiento terrestre (que puede alcanzar hasta 6.4 grados centígrados para fin de siglo) afectará democráticamente a todas las naciones del planeta, ha sido imposible que los países de la ONU lleguen a un consenso sobre los modos y los mecanismos para combatirlo.
Las negociaciones se han politizado: Copenhague fue tal vez la punta del iceberg de un nuevo orden internacional. De acuerdo con el Financial Times del 21 de diciembre, la reunión evidenció la transformación de la dinámica geopolítica del mundo en que vivimos. En este nuevo contexto, poderosas economías en desarrollo como los famosos BRIC pueden dictar sus condiciones al resto del mundo.
Es cierto que China -la C del grupo-, que emite el 21.4 por ciento del total de las emisiones globales de gases, ha flexibilizado su posición. Pero la reducción que prometió en Copenhague es aún insuficiente y se niega a aceptar cualquier tipo de verificación a la que califica como un «atentado a la soberanía» (¿suena conocido?). Estados Unidos, el otro gran emisor, aceptó, junto con otras naciones desarrolladas, financiar los esfuerzos de los más pobres, pero la legislación que le permitirá aplicar medidas eficaces está empantanada en el Capitolio.
Tan o más grave es el hecho de que países africanos y otras naciones pobres han convertido la negociación en una lucha entre ricos y pobres: entre ex potencias coloniales y países explotados que merecen una «compensación». Los desencuentros han puesto en duda hasta la posibilidad de que la negociación pueda darse en el seno de la ONU, que exige el consenso de sus miembros. La innecesaria politización del asunto ha convertido la búsqueda de la unanimidad en una misión imposible. Por razones inescrutables, 4 países se negaron de manera terminante a firmar un acuerdo en Copenhague: Venezuela, Bolivia, Cuba y Nicaragua.
Por si eso fuera poco, el acuerdo ha resultado muy difícil de vender a la opinión pública. Como botón de muestra, en Estados Unidos priva la ignorancia, el rechazo a pagar el costo de la ayuda a los países en desarrollo y la simple y llana indiferencia: en una encuesta reciente sólo el 1 por ciento calificó al ambiente como el problema más importante de su país. En México, seguramente ese porcentaje sería menor.
Más allá de la complejidad de los mecanismos que han flotado en el ambiente -tarifas, subsidios, impuestos, transferencias-, el problema de las medidas para detener el calentamiento es que sus resultados se comprobarán a largo plazo y, si tienen éxito, consistirán en mantener el status quo de hace decenios. Una buena mayoría de electores no tiene ni memoria, ni visión a futuro.
México tiene una enorme ventaja como país anfitrión. Las dos posibles sedes de la reunión pueden convencer rápidamente a los indecisos. En el DF, Ebrard puede presentar una larga ponencia sobre cómo destruir una ciudad legendariamente bella, y su entorno ecológico, en unos cuantos decenios. El Presidente Calderón sólo necesitará pasear a los delegados por Cancún, la Riviera Maya y sus alrededores, para mostrarles sobre el terreno los terribles resultados de la devastación ecológica.
Los medios menos costosos y más eficaces para evitar las emisiones de gases a la atmósfera son la conservación de bosques, manglares y el equilibrio ecológico de los llamados ecosistemas. Las selvas de Quintana Roo son un buen ejemplo de deforestación, y Cancún, del resultado de la destrucción de los ecosistemas nativos y de relegar la salud ambiental a los intereses de grupos oligárquicos de poder económico y político.
Con suerte los delegados podrán ver todavía los restos de caracol rosado y otras especies entre las arenas provenientes del banco norte de Cozumel que cubren ahora las playas de Cancún. La presión de las autoridades de turismo y los intereses que representan culminó en el saqueo del arenal con la anuencia tácita o explícita de Semarnat y las otras instituciones que supuestamente protegen el medio ambiente en el país.
Al final, ni siquiera se disfrazó la operación cumpliendo lo que el Fideicomiso mismo había prometido: la repoblación y protección del caracol rosado y la supervisión de la operación por expertos ambientalistas.
El presidente Calderón ha emprendido una diplomacia activa para proteger la ecología del planeta, pero olvidó que la defensa del medio ambiente empieza en casa. Con precedentes como el saqueo del banco del norte cozumeleño, es difícil creer que el gobierno tenga la legitimidad y la capacidad para enfrentar y convencer a los grupos económicos que se verán afectados por las medidas que toda nación tendrá que tomar para evitar el calentamiento global.
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