El repunte del conflicto agrario que sufre el Amazonas brasileño ha puesto una vez más al desnudo la fractura social que persiste en esta región. Pocos y poderosos concentran grandes extensiones de tierra y se benefician de sus riquezas, a menudo causando daños irreversibles en la naturaleza. Mientras, una gran masa continúa sufriendo penurias a la espera de que el Estado cumpla su promesa de acometer la necesaria reforma agraria. Solo esta alarmante desigualdad social explica que el fenómeno del trabajo esclavo mantenga una marcada presencia en determinadas áreas del norte y noreste de brasileño.
Hace décadas que esta práctica encuentra su máxima expresión en el Estado amazónico de Pará. Allí, el Gobierno de Brasilia se revela incapaz de controlar las actividades del todopoderoso sector agropecuario y de las omnipresentes explotaciones madereras, mineras y de producción de carbón. Es difícil cuantificar la dimensión del problema. Las autoridades y fuerzas policiales solo destapan algunos casos.
En 2003, la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT) -vinculada a la Iglesia católica y bregada en la defensa del medioambiente, los indígenas y los campesinos- estimó que unas 25.000 personas estarían siendo víctimas del trabajo eslavo en Brasil. Hoy nadie aventura un cálculo, aunque las permanentes operaciones de rescate de esclavos dan fe de que el problema persiste.
«En todos los países del mundo existe el trabajo esclavo. La diferencia es que en Brasil hemos asumido públicamente que el problema existe, lo hemos llamado por su nombre y trabajamos para erradicarlo. En otros países la economía también está manchada por este fenómeno y no se reconoce tan abiertamente», sostiene Leonardo Sakamoto, uno de los más reconocidos especialistas brasileños en la materia.
Es cierto que el Gobierno aborda este problema en toda su crudeza. De hecho, informa sobre los rescates y airea una lista negra de empresarios y firmas que recurren a la explotación inhumana de sus empleados. Y más allá: cuando un nombre pasa a engrosar esta lista del escarnio público, que hoy cuenta con 246 denunciados, pierde el derecho a recibir créditos de entidades estatales, y se enfrenta a eventuales embestidas judiciales promovidas por la Fiscalía del Trabajo o la Fiscalía Federal.
Sin embargo, parece que estas amenazas no amedrentan a muchos empresarios, que continúan recurriendo a la mentira para reclutar a trabajadores de otras regiones. «En los últimos años Brasil ha mejorado bastante, pero los esfuerzos que se están haciendo aún son insuficientes», afirma Sakamoto. Entre las grandes cuentas pendientes están los escasos avances en la prevención del fenómeno, la parálisis de la reforma agraria y la impunidad generalizada cuando los responsables son identificados y juzgados. «En los últimos años solo se han producido 40 condenas y pocas se han ejecutado. Los responsables suelen tener influencia y dinero suficiente para pagar a los mejores abogados», abunda.
En el Estado de Pará se cumplen, según todas las fuentes consultadas, las condiciones idóneas para que florezca el trabajo esclavo. El sureste de ese estado es, a juicio del juez laborista en Marabá, Jônatas dos Santos Andrade, «una frontera de expansión agrícola y una de las mayores provincias minerales del planeta». Además, dice, allí se vive una ausencia selectiva del Estado. «Este invierte en la producción económica pero no en una debida estructuración social», dice.
Tres de cada cuatro víctimas del trabajo esclavo son de raza negra o mulata, y en su mayoría analfabetas, según un estudio del investigador Marcelo Paixao. Los miles de trabajadores rescatados en los últimos años narran una experiencia bastante similar: suelen recibir una oferta de trabajo lejos de sus hogares, normalmente en otros Estados brasileños, con el propósito de aislarlos de su entorno amistoso y familiar. Muchas veces ni se les informa del lugar exacto donde van a trabajar, sino que se les traslada, hacinados, en vehículos precarios por rutas que impidan una fácil identificación del recorrido. Una vez en el destino, los empleados pagan por todo: el transporte, la comida, la indumentaria y el material de trabajo. En las haciendas, los patrones tienen establecimientos donde sus trabajadores compran lo que necesitan a precios a veces abusivos. El empleado acaba gastando su exiguo salario en artículos de subsistencia hasta que comienza a endeudarse con su jefe. Según aumenta la deuda, el individuo queda más acorralado y a merced del explotador.
Las viviendas suelen ser a menudo precarios chamizos en plena selva, donde los trabajadores están expuestos a las lluvias,los insectos y las serpientes. Con frecuencia tampoco hay agua potable.
Valdimar do Nascimento tiene 29 años y huyó recientemente de la hacienda donde trabajaba. Este hombre cuenta en Marabá que la deuda acumulada con su patrón redujo su salario a 56 euros mensuales por fumigar campos de sol a sol. El contacto prolongado con el veneno y la falta de higiene le provocaron erupciones cutáneas en la pierna izquierda. «Cuando comencé a sentir mucho dolor, a tener fuertes mareos, fiebre y a perder la visión, hablé con el patrón para contarle lo que me pasaba y me respondió que no era tan grave. Me dijo que fuera al hospital público y ni me propuso facilitarme el transporte. Entonces empecé a entender que me tenía que marchar de allí y denunciar lo que pasaba», narra abatido.
Antonio Pereira da Sena también cuenta que subsistió en condiciones lamentables. A sus 41 años se presenta hambriento y con el gesto demacrado tras meses comiendo mal y durmiendo bajo unos plásticos. En plena selva. Relata que el agua que él y su familia estaban forzados a beber provenía de un pozo contaminado por los restos de un buey muerto. Como en el caso de Do Nascimento, el patrón no le pagaba el salario acordado. «Me lo descontaban todo: comida, material de trabajo, el calzado. De manera que al final el patrón me dejo sin salida, sin dinero y sin nada», dice.
Uno de los instrumentos para el combate del trabajo esclavo en Brasil es el Grupo Móvil de Fiscalización, creado en 1995. Desde entonces, las fiscalizaciones de haciendas y centros de trabajo ha ido creciendo. Sin previo aviso, los seis equipos que componen el grupo desembarcan en los lugares que han sido denunciados o de los que existen sospechas de irregularidades. Allí interrogan a los trabajadores, a sus patrones, e intentan constatar la existencia de condiciones análogas a la esclavitud. Con frecuencia estas inspecciones culminan con la liquidación de los salarios impagados y el rescate de los trabajadores.
En 2010 más de 2.600 personas fueron liberadas en Brasil. Un número pequeño en comparación con los casi 6.000 de 2007. Desde entonces, el número de denuncias y rescates ha caído. «El mapa del trabajo esclavo está cambiando. Pará siempre ha sido el Estado más conflictivo, pero ahora también actuamos bastante en el sur del Estado de Amazonas, en la denominada Boca do Acre», confirma Gilherme José de Araújo Moreira, máximo responsable del Grupo Móvil. Para el juez Dos Santos Andrade, sin embargo, el número de equipos del Grupo Móvil es «insuficiente para enfrentar semejante desafío». «Esto demuestra la pequeñez del Estado ante este drama», denuncia.
Aunque en los últimos años Brasil ha avanzado en la represión de estas violaciones de derechos humanos, el problema aún está lejos de resolverse. Quizá buena parte de la culpa la tengan los propios políticos, muchos de ellos secuestrados por los oscuros intereses del sector agropecuario más abyecto.
Fuente: Elpais.com
Por: Francho Barón.
Publicada: 20 de noviembre de 2011.