Éste es el título de un libro extraño, desigual, a ratos intensísimo, a ratos enfáticamente tópico. Pero todo él rezuma una sinceridad creíble, y con momentos que te golpean de una manera directa, desnuda, sin resquicios que te permitan escapar.
El libro narra unos meses de la vida de Eugene O’Kelly, que fue presidente y director general de KPMG (USA), y que en el ejercicio de estas responsabilidades llevó un estilo y un ritmo de vida cuya descripción es un compendio de todos los tópicos y estereotipos que asociamos a estos cargos (vuelos transoceánicos, golf, agendas a rebosar…).
Pero los meses de la vida de O’Kelly que ocupan casi todas las páginas del libro son los meses que transcurren desde que le diagnosticaron un cáncer incurable hasta su muerte. Y el libro narra, casi siempre en primera persona, cómo los afrontó.
Narra cómo estos meses se convirtieron para él «en un viaje espiritual, un viaje iniciático; un viaje que me permitió experimentar lo que había a mi alma desde el principio, aunque hasta entonces había permanecido oculto por el mundanal ruido».
Debo decir que el título del libro me repelía. La palabra perfección me produce náuseas, la considero casi tóxica, una fuente inagotable de frustraciones, resentimientos y dominaciones de todo tipo.
Con el paso de los años, sin embargo, he ido comprendiendo que la perfección no hace falta que esté contaminada por un talante prometeico, y que puede tener un sentido amable, transformador, humanizador.
De hecho, el evangelio de Mateo, nos invita en su capítulo 5 a ser perfectos como lo es, en palabras de Jesús, el Padre celestial. Pero su perfección no nos dice que sea el compendio invertido de todas nuestras carencias y limitaciones sino, simplemente, que hace salir el sol sobre buenos y malos, que hacer llover sobre justos e injustos.
Quizás se trata de hacer, sencillamente, lo que tienes que hacer y lo que sabes hacer sin juzgar, sin discriminar; pero sin dejar de reconocer las cosas como son, sin dejar de decir las cosas por su nombre. Hacer, con naturalidad, lo que corresponde a cada momento y en cada situación, sin miedos y sin pretensiones.
O’Kelly hizo de los momentos perfectos, el hilo conductor de los meses finales de su vida. Momentos perfectos personales y, sobre todo, relacionales: este viaje iniciático es también su despido de la vida y de las personas que ha conocido.
Resulta tan aleccionadora como conmovedora la narración de cómo, en un tiempo breve, reconvierte y, al mismo tiempo, intensifica sus capacidades personales: como él mismo dice, sus habilidades como director general lo ayudaron a prepararse para la muerte. «Y algo también muy importante mi experiencia final me enseñó ciertas cosas que, si las hubiera sabido antes, me hubieran convertido en un excelente director general y en una mejor persona. Abordando mi último proyecto de una manera tan sistemática esperaba convertirlo en una experiencia positiva para los que me rodeaban, y también en los tres mejores meses de mi vida».
Y por lo que explica lo consiguió. Y, al hacerlo, convirtió su gesto en una metáfora, en una inmensa, brutal pregunta: ¿hay que llegar a pasar por un cáncer para descubrir, por decirlo con sus palabras, ciertas cosas que nos harían excelentes profesionales y mejores personas? ¿O el auténtico cáncer son algunos estilos de trabajo, estructuras organizativas, modelos de gestión y maneras de entender los objetivos que bloquean constitutivamente este descubrimiento?
Cuando O’Kelly se plantea como afrontar los últimos meses de vida concluye que «quería que este último período estuviera marcado por la resolución y el desenlace; por una mayor conciencia; por el placer y el disfrute de la vida»; y lo sintetiza en tres palabras: claridad, intensidad, perfección. Y éste es el espacio que abren los momentos perfectos: se trataba de crear y también de estar abierto a momentos perfectos. «¿Qué era un Momento Perfecto? Normalmente era una sorpresa, aunque algunas veces podía ver cómo se iba desplegando.
Algunas veces yo podía ayudar a organizarlo, creando las circunstancias que permitirían que fuera así, pero los mejores detalles eran un misterio hasta que no se producían. Un Momento Perfecto era un pequeño regalo de unos minutos o de una hora o de toda una tarde. Su duración no era nunca el problema. El aspecto clave era que tenías que estar abierto para un Momento Perfecto». No se trata de hacer (o, mejor dicho, no se trata sólo de hacer): se trata de estar abierto y receptivo por encima de todo. «Me di cuenta de que mi actitud abierta a los Momentos Perfectos podía ser la manera de llegar a la conciencia absoluta de la realidad, de permanecer en el presente. Y hasta este momento no me había dado cuenta de ello».
Deberíamos llegar a poder vivir y no simplemente a saber gracias a los diccionarios que no debe ser por casualidad que en diversas lenguas presente signifique al mismo tiempo regalo y momento actual (ni pasado ni futuro). Quizás por eso O’Kelly, en su proceso iniciático, llega un momento en el que hace un paso más a fondo, cuando aumentan sus incapacidades. «Pero era precisamente a causa de estas frustraciones no a pesar de ellas que comprendí de nuevo una de las maneras clave para llegar a un Momento Perfecto: la aceptación. El resultado final el objetivo de un Momento Perfecto era degustar todo lo posible el sabor que la vida nos ofrece constantemente. Pero el camino para conseguirlo pasaba por la aceptación». Y de ninguna manera pasaba por algo que, como añade acto seguido, en boca de un director general le parecería a cualquiera una renuncia: el control.
Deberíamos reflexionar sobre por qué tantas tradiciones de sabiduría han propiciado una consideración próxima y cercana de la muerte. Una familiaridad que quizás a nosotros nos ha llegado deteriorada, lúgubre, aliñada con un ascetismo deprimente, seco y flagelador.
Pero en lo mejor de las tradiciones de sabiduría la familiaridad y la confrontación con la muerte (con toda su crudeza) es un camino de libertad, de conciencia, de lucidez, de humanidad, de donación, de no identificación con el propio ego.
Los indios que se despedían diciendo «hoy es un buen día para morir»; los chamanes que exhortaban a tener la muerte por compañera; Sòcrates pidiendo que no lloraran por él; la diversidad de registros en las órdenes religiosas cristianas, desde S. Ignacio hasta los cartujos; la impermanencia de todo según el budismo; la disponibilidad a entrar en combate en la Gita…
La confrontación desnuda y lúcida con la muerte no es una puerta abierta a la depresión, la ansiedad o la amargura sino a la disponibilidad, la autenticidad y la aceptación. Llegar a comprender lo que se dice en la Metta Sutta: todos los seres vivientes pueden vivir en paz y seguridad siendo lo que son: frágiles o fuertes, jóvenes o viejos, altos o bajos, próximos o lejanos. Siendo lo que son, no siendo perfectos (o, con otras palabras, sabiendo que, en un cierto sentido, ya son perfectos siendo lo que son).
Leyendo a O’Kelly he vuelto a recuperar los versos de Machado:
«Tal vez la mano, en sueños,
del sembrador de estrellas,
hizo sonar la música olvidada
como una nota de lira inmensa,
y la ola humilde en nuestros labios vino
de unas pocas palabras verdaderas».
O’Kelly encontró en los momentos perfectos sus palabras verdaderas. Al fin y al cabo, la vida de cada uno de nosotros se condensa en nuestras propias pocas palabras verdaderas. El resto es palabrería. Y el resto también es silencio. Las palabras verdaderas se sitúan en la intersección entre la palabrería y el silencio, mientras la vida se va amasando entre los tres.
Lo que resulta impactante de la narración de O’Kelly es que su camino iniciático no lo conduce a una condena o rechazo de su pasado, sino a una comprensión más luminosa. Siempre repite que, si hubiera sabido lo que supo en estos meses finales, hubiera sido no tan sólo mejor persona, sino también mejor profesional.
Recuerdo que una vez, en el Programa Vicens Vives, un participante nos interpeló en todos con una pregunta que desde aquel día no ha dejado de resonarme: ¿se puede ser mejor profesional que persona? Me temo que para nuestra normalidad profesional la respuesta es afirmativa; y más aún: en algunas circunstancias la respuesta afirmativa es una necesidad para convertirse todavía en mejor profesional. Y así vamos como vamos, claro está.
Ya hacia el final del libro, O’Kelly dice lo siguiente. «Observando la manera en que algunas personas habían gestionado sus vidas, lamentaba que no hubieran recibido la misma bendición que yo, con este empuje vital.
No tenían ninguna motivación real ni ninguna línea temporal clara por dejar de hacer lo que tan ocupados les mantenía, para dar un paso atrás, para preguntarse qué estaban haciendo exactamente con sus vidas. […] Qué es lo que les daba tanto miedo a la hora de plantearse una pregunta tan sencilla: ¿Por qué hago lo que hago? Una parte de mí entendía el vértigo que sentían, evidentemente.
Una parte de mí entendía que no pudieran parar, especialmente si habían disfrutado del éxito, ya que si paraban dejarían de ser importantes. Lo entendía. Perfectamente. Pero ser importante no tiene ningún importancia». Y aquí hemos llegado al tuétano: ¿por qué hay carreras profesionales en las da miedo la pregunta por qué hago lo que hago? No lo sé, a pesar de que algunas sospechas tengo al respecto. Sin embargo, en cualquier caso, lo que me inquieta más es la pregunta de si hemos construído unas organizaciones en las que hace falta metafóricamente, claro está que te diagnostiquen un tumor cerebral para perder el miedo a la pregunta… y el pánico a la respuesta.
En un sesshin, al final del día se recita este sutra:
Desde lo más profundo del corazón os digo a todos:
vida y muerte son un asunto serio.
Todo pasa deprisa:
estad todos muy vigilantes,
nadie sea descuidado,
nadie olvidadizo.
Quizás todavía tenemos que hacer mucho camino para aprender a escuchar también desde lo más profundo del corazón unas pocas palabras verdaderas.
Visite la fuente en el blog de Josep M. Lozano
Josep M. Lozano
Profesor del Departamento de Ciencias Sociales e investigador senior en RSE en el Instituto de Innovación Social de ESADE (URL). Sus áreas de interés son: la RSE y la ética empresarial; valores y liderazgos en las organizaciones; y espiritualidad, calidad humana y gestión. Ha publicado sus investigaciones académicas en diversos journals. Su último libro es La empresa ciudadana como empresa responsable y sostenible (Trotta) Otros de sus libros son: Ética y empresa (Trotta); Los gobiernos y la responsabilidad social de la empresa (Granica); Tras la RSE. La responsabilidad social de la empresa en España vista por sus actores (Granica) y Persona, empresa y sociedad (Infonomía).
Ha ganado diversos premios por sus publicaciones. Fue reconocido como Highly commended runner-up en el Faculty Pionner Award concedido por la European Academy of Business in Society i el Aspen Institute. Ha sido miembro de la Comissió per al debat sobre els valors de la Generalitat; del Foro de Expertos en RSE del MTAS; del Consejo Asesor de la Conferencia Interamericana sobre RSE del BID; y de la Taskforce for the Principles for Responsible Business Education del UN Global Compact. En su página web (www.josepmlozano.cat) mantiene activo un blog que lleva por título Persona, Empresa y Sociedad