En mi anterior entrada exploraba algunos elementos de la CV que podían ser un espacio de diálogo para el club de la RSE. Y ponía énfasis en la preeminencia del bien común, en la necesidad de cambios profundos en la manera de entender la empresa y en la afirmación que pensar bien la empresa solo es posible si se ésta se piensa en todas sus dimensiones (incluyendo las éticas y sociales. Esto nos lleva a la segunda cuestión que suscita la CV: pensar la empresa incluye arriesgarse a decir por qué modelo de empresa apostamos
2. ¿Por qué empresa apostamos?
La ya citada apelación a impulsar cambios profundos en el modo de entender la empresa se vinculan en la CV a una visión más compleja y diversa sobre los modelos de empresa posibles. De modo que podríamos decir que la CV nos conduce a hablar menos de la empresa en abstracto y a centrar nuestra atención en las empresas, en plural y más en lo concreto. Hay que empezar a asumir que, en nuestras sociedades complejas, hablar de la empresa en abstracto cada vez aclara menos cosas… y que hablar de –o defender a- la empresa en abstracto cada vez más es una coartada para no tener definirse sobre prácticas y modelos concretos de empresa.
Esta aproximación conduce a la CV a unos equilibrios, no siempre bien resueltos a mi parecer, en los planteamientos de la CV: por una parte, la constatación de una mayor pluralidad de tipos de empresa; por otra, la afirmación –o la conveniencia- de dicha pluralidad; y, como consecuencia de lo anterior, la preferencia por algunos tipos de empresa.
Claro que tampoco hay que pedirle a una encíclica que resuelva todo lo que plantea, pero esta tensión entre constatar, valorar y preferir (sin confundir los verbos entre si, pero sin renunciar a ninguno de ellos) es una buena muestra de lo que hoy es necesario cuando se trata de pensar la empresa… y de debatir sobre ella. Y, aunque la CV no siempre sortea con claridad el equilibrio entre estos tres parámetros que plantea, en cambio creo que sitúa los cambios profundos en el modo de entender la empresa precisamente en el marco de estas tres referencias, que vale la pena resaltar (y, lo más importante, la propia CV se sitúa en el, lo que obligará a repensar muchas cosas tanto a los apologetas como a los detractores de la DS).
En primer lugar, hay que partir del reconocimiento de una pluralidad de tipos de empresa (CV, 46): «la distinción hasta ahora más difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro». Notése como aquí no tan sólo se afirma lo limitado de esta mirada convencional a la empresa, sino que, lo más importante, ya advierte de su insuficiencia normativa para orientar el futuro. Y pasa a perfilar la nueva realidad: «En estos últimos decenios, ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas.
Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión». Y, a mi modo de ver, plantea lo que es más importante para entender algunos criterios motores del cambio en el modo de entender la empresa que solicita la CV: la afirmación de que «no se trata sólo de un ‘tercer sector’, sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y sociales». Y esa nueva realidad, entendida en estos términos, emerge como referencia.
Ahora bien: no se trata, como ya he apuntado, tan sólo de constatar esta pluralidad. La CV va más allá y se sitúa en la afirmación de la necesidad –o la conveniencia- de dicha pluralidad: «la misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es la que promueve una mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo», (CV, 46). Una vez más, aparece el criterio de que lo conveniente es la mayor integración entre dimensiones diversas e igualmente necesarias: en este caso un mercado que sea al mismo tiempo cívico y competitivo (lo que presupone algún tipo de reserva –al menos desde la perspectiva de la CV- a la pretensión de promover un mercado que sólo sea más cívico o sólo sea más competitivo).
Y esto nos lleva a una de los subrayados más interesantes de la CV; la preferencia por algunos tipos de empresa frente a otros tipos de empresa. Así pues, una cosa es la aceptación de la empresa en general y como tal (lo que se mantiene y reitera) y otra cosa es que, ante la pluralidad de de tipos de empresa, la CV considera preferibles (o más cercanos a sus planteamientos) a unos más que a otros. Y sin enmarañarse en su diversidad, vuelve a situar la razón de la preferencia en la proximidad a determinados criterios: «que estas empresas distribuyan más o menos los beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad» (CV 46).
Preferencia, en la CV, significa por tanto preferencia, no exclusión de lo que ella misma denomina «formas tradicionales de empresa». Pero significa también algún tipo de prioridad a tener en cuenta en la práctica económica y en la ordenación social: «es de desear que estas nuevas formas de empresa encuentren en todos los países también un marco jurídico y fiscal adecuado». Preferir significa, pues, también crear las condiciones para que lo que se prefiere devenga posible. Dicho en lenguaje coloquial: el debate público ya no debe situarse tanto en la pregunta «¿estamos a favor o en contra de la empresa» sino en la pregunta «¿qué modelo de empresa preferimos y hasta qué punto apostamos por él?». Y esa es una pregunta que, cada vez más, nadie que hable de la empresa debe rehuir.
Ante la diversidad de modelos y prácticas empresariales la CV, pues, está toda ella transida por la interpelación de lo que podríamos denominar el discernimiento de lo preferente y lo prioritario en lo que se refiere al modo de entender la empresa. Y esto tanto en lo que se trata de criterios («la potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización del mercado y de la sociedad», CV, 47); como en lo que se trata de propuestas (la reiteración de una propuesta de «una coalición mundial a favor del trabajo decente», CV, 63; o por la valoración más positiva de iniciativas empresariales que se sitúan entre lo privado y lo público, CV, 39, 41); como en lo que se trata de prácticas concretas («se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a al tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato […] no es lícito deslocalizar únicamente para aprovechar condiciones favorables, o peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor imprescindible para un desarrollo estable», CV, 40).
En este contexto del debate sobre el modo de entender la empresa cabe situar la consideración que la encíclica hace sobre la RSE. Una consideración, dicho sea de paso, hecha a vuelapluma y que transmite la sensación de que quien haya preparado los correspondientes materiales previos para la encíclica ha desaprovechado la ocasión para dialogar más a fondo con la RSE. La CV constata algo que, en los últimos años, ya se afirma en los contextos académicos sin tapujos: la RSE es en si mismo un término impreciso (…y creo que no dejará de serlo, aunque tiene gracia que sea precisamente la DS quien cuestione a alguien por usar términos genéricos e imprecisos), que requiere centrarse en la interpretación más que en la definición.
Pero, una vez más el tratamiento que hace la CV de la RSE no lo resuelve en un debate interno a la RSE, sino en la medida que afecta a la relación de la empresa con el bien común. Resulta sintomático que la CV contraponga la necesidad de la RSE, por ejemplo, a una movilidad descontextualizada de los capitales; y toma nota e incorpora –sin citarlo explícitamente- el enfoque stakeholder, («se va difundiendo cada vez más la convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia» CV, 40, subrayado en el original).
Por supuesto, no es una mera asunción acrítica o pasiva del enfoque stakeholder, puesto que precisamente lo que subraya (y ésta es también una aportación relevante al debate sobre la RSE) es que no se da una conexión automática entre RSE y ética (CV, 40), que hay una abuso y una ambigüedad crecientes en la calificación de «éticos» de determinados productos o iniciativas empresariales (CV, 45), y que no todos los enfoques de la RSE son igualmente aceptables (aunque sin indicar cuáles, por cierto).
Personalmente, comparto las tres consideraciones, y creo que deberían tomarse más en consideración por parte del club de la RSE. Pero quizás cabría una mayor apertura por parte de la CV para reconocer que en el debate sobre los nuevos modos de entender la empresa la RSE podría ser una de las mediaciones posibles del bien común, en diálogo con él: la RSE podría ser una especie de ética posible en acto… aunque es obvio que también se requiere conciencia ética, lo que la RSE, por si misma, no garantiza.
Finalmente, puesto que nos hemos situado en el nivel organizativo, hay que señalar también que la CV no toca ni por asomo una cuestión que considero que más pronto que tarde se le planteará a la Iglesia en el nuevo contexto social y global (contexto que la misma CV afirma y reconoce como cada vez más determinante). Si retrocedemos a la Deus Caritas Est (una encíclica anterior, a mi modo de ver de menor sustancia y enjundia comparada con la CV), en ella aparece algo relativamente novedoso y ciertamente relevante: el reconocimiento explícito de la dimensión organizativa de la propia acción de la Iglesia (DCE, 20). La Iglesia considerada en tanto que organización (y considerable como tal) y la acción de la Iglesia llevada a cabo a través de organizaciones… lo que conduce a atender a las prácticas organizativas de la Iglesia en tanto que tales.
Ciertamente, (¡faltaría más!, lo contrario sería sorprendente), la encíclica se cubre las espaldas dándole la prioridad a su sustrato teológico pero, al fin y al cabo, esto no es más que el reconocimiento -por esta vía- de su peculiaridad en tanto que organización (¿quizás uno más entre los diversos modos a los que se refiere la CV?).
Lo que conlleva que la Iglesia debe estar abierta y predispuesta a que una de las consecuencias de la CV sea que la interpelación que dirige a otras organizaciones también se la apliquen a ella misma. Este es un punto en el que llama la atención que, aunque sea por una mínima autoconciencia de lo que afirma y proclama, no caiga en la cuenta: cada vez más las organizaciones que reclaman a otras que actúen según criterios éticos y sociales se verán sometidas a la interpelación de que no hablen sólo en tercera persona, sino también en primera persona; que se apliquen a si mismas lo que reclaman a las demás. Por poner dos ejemplos que afectan a la Iglesia en tanto que organización en relación con las cuestiones profesionales y económicas. Pensemos en lo que atañe a la necesidad de competencia profesional en sus actividades «sociales»: el hecho de querer hacer el bien es muy meritorio pero en ningún caso justifica la incompetencia profesional o de gestión (si se da).
O en lo que se refiere a su contribución a la llamada inversión socialmente responsable (ISR) que, en la lógica de lo preferible, parecería que la Iglesia debería preferir y promover, y que ha sido impulsada por todo tipo de grupos religiosos y también por entidades eclesiales, pero ante la que la Iglesia católica como tal ha sido poco permeable –por decirlo de manera amable- hasta el momento.
Por no entrar en cuestiones como transparencia y relación con los grupos de interés. Si algo se hecha en falta es que la Iglesia se mire a si misma –en lo que tiene de organización- en el espejo de la propia CV, y saque alguna consecuencia de ello. Si lo hiciera, sería una novedad más de la CV, a añadir a las ya existentes.
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Josep M. Lozano
Profesor del Departamento de Ciencias Sociales e investigador senior en RSE en el Instituto de Innovación Social de ESADE (URL). Sus áreas de interés son: la RSE y la ética empresarial; valores y liderazgos en las organizaciones; y espiritualidad, calidad humana y gestión. Ha publicado sus investigaciones académicas en diversos journals. Su último libro es La empresa ciudadana como empresa responsable y sostenible (Trotta) Otros de sus libros son: Ética y empresa (Trotta); Los gobiernos y la responsabilidad social de la empresa (Granica); Tras la RSE. La responsabilidad social de la empresa en España vista por sus actores (Granica) y Persona, empresa y sociedad (Infonomía).
Ha ganado diversos premios por sus publicaciones. Fue reconocido como Highly commended runner-up en el Faculty Pionner Award concedido por la European Academy of Business in Society i el Aspen Institute. Ha sido miembro de la Comissió per al debat sobre els valors de la Generalitat; del Foro de Expertos en RSE del MTAS; del Consejo Asesor de la Conferencia Interamericana sobre RSE del BID; y de la Taskforce for the Principles for Responsible Business Education del UN Global Compact. En su página web mantiene activo un blog que lleva por título Persona, Empresa y Sociedad
Buena profundizacion, especialemente en lo autoreflexivo DCE de la iglesia como organizacion.
Felicidades Josep