Uno de los varios problemas que padecen la economía mexicana y los mexicanos es que la eliminación paulatina de reglas no escritas, obsoletas e injustas, se hizo sin sustituirlas ni explícita ni implícitamente por otras que todo mundo entendiera y acatara. El resultado ha sido una lucha feroz y despiadada por el paulatino posicionamiento de diversos grupos y bloques que han ido ocupando y ganando posiciones fundamentales en el poder.
Los partidos políticos, lo poco que queda del poder presidencial, el casi inexistente gabinete, las cámaras, la Corte, los medios y el empresariado, todos reflejan el resultado de esta lucha despiadada de la que el ciudadano ha quedado al margen y ha llevado las consecuencias más nefastas.
En esta lucha, los incentivos para que el que trabaje más gane más y para que el que invierta sea el que tenga el mejor margen para superarse, ser mejores y más productivos, han quedado totalmente desarticulados. Lo podemos ver desde el futbol, hasta en las negociaciones salariales y en las campañas políticas; todo se vale en la búsqueda del poder. El poder permite algo muy importante dentro de todo este caos: administrar la corrupción.
Desde el poder se controlan contratos, adquisiciones, permisos, licencias, cuotas, aranceles y la política de fomento, con instrumentos como el crédito, los subsidios y las transferencias. Pero desde el poder se negocia y administra toda la economía ilegal, que abarca desde los mercados informales, la piratería, la venta de mercancía robada y de contrabando, el tráfico de armas, de inmigrantes, el robo y la venta de autos hurtados, el secuestro, la prostitución y el tráfico de personas, la competencia, las concesiones de servicios, la política educativa, seguridad pública, derechos humanos, laborales, la infraestructura y, como resultado, el desarrollo del país.
Las instituciones existen como meros centros de reunión de personas que son contratadas como funcionarios y servidores de la sociedad, pero que en realidad sólo desean ver cómo sacar ventaja de su posición, al darse cuenta de cómo la juegan sus jefes, las contrapartes y el lugar en el que queda el ciudadano común.
Éste, cada vez en menor número, sigue acudiendo a las ventanillas y las diversas instancias a tramitar algo, pedir la administración de justicia o a ejercer un derecho como seguridad, alumbrado, agua, recolección de basura o drenaje que funcione.
Finalmente, caemos en cuenta que quien no entra al juego de la corrupción no progresa. Pero esto no es sostenible.
Fuente: El Economista, p. 58.
Columnista: Mario Rodarte (Atalaya)
Publicada: 16 de mayo de 2011.