Por Agustín Llamas Mendoza
Con la muerte del dictador Castro han saltado “n” cantidad de razonamientos para justificar lo injustificable: que fue un hombre de claroscuros, que fue el único que pudo contra los Estados Unidos, que los dictadores son necesarios para hacer los cambios sociales, que era un idealista… y así, cada uno de esos argumentos expuestos y “sustentados” en oídas y romanticismos sesenteros y a “go-gó”, pretenden justificar todo el mal que le hizo ese individuo a los cubanos (en algunos casos muchos de ellos cómplices del poder) durante más de cincuenta años, cuando simplemente “sólo” fue un asesino corrupto y un tirano tercermundista más.
Muchos de esos razonamientos pretenden tapar el sol con un dedo; el llamarle asesino a Castro no es un insulto, es simplemente una descripción de lo que era. El que asesina es asesino, y Castro lo hizo a discreción. De ahí que pretender matizar diciendo que también hizo cosas buenas es una tontería. ¿Cuántas cosas buenas son suficientes para justificar matar a alguien? ¿Cuántos supuestos hospitales son convenientes para poder desaparecer en las cárceles cubanas a disidentes? ¿Cuántas medallas deportivas son necesarias para justificar balseros en el Caribe? ¿Cuánta miseria es justificable para afirmar cínicamente “con el socialismo hasta la muerte”?
Visité varias veces Cuba, como muchos mexicanos, en los años 90. Visité a familias locales muy marginadas y que tenían muchas necesidades (les llevábamos jabones, pastas de dientes, papel de baño, etc). Vi viviendas divididas, y familias igualmente separadas. Viajé en «calandria» siendo mi chofer un doctor en física por la Universidad Estatal de Moscú. También, con tristeza, fui acosado por niñas de 13 años que se prostituían y nos perseguían cuando salíamos del Meliá. Igualmente visité varias veces el supermercado para diplomáticos donde la carne fresca era color ocre y lo único que había en los anaqueles eran productos de La Costeña o de alguna otra marca mexicana. Y como no podía ser de otra manera, siempre teníamos a dos personajes que nos seguían a todas partes.
Visitamos en varias ocasiones la Universidad de la Habana y sus llamados centros de investigación con suciedad desde la época de Batista, vidrios rotos, sin muebles ni sillas para tomar asiento, pero eso sí con letreros de papel que decían dónde estaban los refugios antibombas ante la eventualidad de algún ataque aéreo del imperialismo.
En otra ocasión en un llamado «Congreso Internacional (todos cubanos, menos nosotros) de Comercialización» (en el Capitolio) vivimos la gran fantasía donde se hablaba de “libre mercado”, “consumidor”, “calidad”, “servicio”, etc, para que luego en el receso varios asistentes se nos acercaran a pedirnos el bocadillo relleno de queso de puerco que nos daban como almuerzo para llevarlo a su casa para cenar. Todo esto, y solo es una muestra muy pequeña, fue lo que dejó la llamada “revolución” y la gestión de un dictadorzuelo.
En México deberíamos tomar nota. La responsabilidad política comienza con la responsabilidad social. Un pueblo o una sociedad que no se cuida a sí misma, es una sociedad que encontrará tarde o temprano los brazos abiertos del Estado corrupto y extorsionador. Una sociedad que no se hace cargo de sus problemas, tarde o temprano encontrará al populista autoritario y gran salvador de su circunstancia. Una sociedad que no considera a la libertad en todas manifestaciones como un valor precioso está rendida a la demagogia y al autoritarismo.
Agustín Llamas Mendoza
Profesor de Entorno Político y Social del IPADE