Por Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre
Harry G. Frankfurt, profesor de Filosofía en Princeton, al que admiro sin conocerlo personalmente, publicó en 2006 un libro titulado en español Sobre la verdad (Paidos, 2007). Antes, Frankfurt también había desarrollado una simpática teoría sobre la charlatanería (On bullshit) que tuvo cierto éxito editorial. El autor, como todos los filósofos, se hace preguntas; por ejemplo: ¿para qué sirve la verdad? Y ¿por qué la verdad es importante? Y responde que «…en muchas ocasiones, la verdad posee una gran utilidad práctica». Más que eso: una infinitamente proteica utilidad. La historia de la humanidad ha puesto de relieve que los grados más elevados de civilización dependen del respeto consciente por la importancia de la honestidad y de la claridad a la hora de explicar los hechos, y de un persistente afán de precisión a la hora de determinar qué son los hechos.
Vayamos al grano. Un señor llamado Lorenzo, que no es mi amigo y de cuyo nombre no quiero volver a acordarme, ha repetido cuatro años más tarde, y en el mismo periódico, un artículo con idéntico contenido, letra por letra, y diferente título. Ahí está la cuestión. Si en 2006 el trabajo se encabezó como La irresponsabilidad social de la empresa, en 2010 el autor lo ha llamado La responsabilidad social de la empresa. Y ambos artículos son exactamente iguales, de principio a fin, salvo el título. Ni siquiera hay una llamada que alerte al lector de la similitud de textos, cosa que podría ocurrir y hubiera sido decente. Podríamos añadir «sin comentarios», aunque cabrían muchos y muy malvados porque me temo que esta práctica es relativamente habitual, además de consentida por quienes deberían de velar para que estas cosas no pasen. Por ejemplo, y entre otros, el propio firmante del artículo que, para más inri, es miembro del consejo editorial del periódico económico concernido. Por cierto, que un servidor ya criticó el artículo original (?) de D. Lorenzo hace cuatro años. Entre otras cosas, porque su autor, como buen ideólogo, convertía sus discutibles y abruptas opiniones sobre la Responsabilidad Social en verdades absolutas.
Y uno recuerda que los antiguos sofistas eran maestros de retórica que enseñaban el arte de analizar los sentidos de las palabras como medio de educar e influir sobre los ciudadanos. Hoy, los sofistas (como nuestro fullero articulista) se valen de sofismas que, según el diccionario de la Academia, son razones o argumentos aparentes con los que se quiere defender o persuadir lo que es falso.
Vade retro. No quiero ser, ni parecer, un moderno sofista, pero sí reflexionar sobre un concepto que me preocupa y me inquieta: la necesidad/conveniencia de extender políticas de actuación socialmente responsable a todas las organizaciones.
Porque no sólo de empresas se trata. La necesidad de un quehacer cabal y responsable es exigible en estos tiempos a empresas y a todo tipo de organizaciones. El compromiso no es tarea exclusiva de las sociedades, sino también de asociaciones, grupos e instituciones; y la solidaridad, una obligación común. Las empresas sólo representan, aproximadamente, el 50% del PIB mundial y, como no podemos olvidarnos del resto de la tarta y del conjunto del tejido social, por eso -precisamente- convendría que habláramos cada vez más de RSO, Responsabilidad Social de las Organizaciones; de todas, sean empresas, universidades, instituciones, grupos sociales, sindicatos, organizaciones empresariales, tercer sector, agrupaciones, ONG, etc. Aquí nadie puede tener patente de corso y escurrir el bulto porque a todas y a cada una les cabe la obligación, además de cumplir con su deber, del compromiso solidario y del comportamiento ético y transparente, que es lo que la ciudadanía exige y, sobre todo, merece. El hombre, y las organizaciones que crean los seres humanos, deberían afanarse en buscar la perfección, descubrir puntos de encuentro comunes y desarrollar de consuno proyectos que aprovechen a todas las partes. Ese es el futuro…
Nos guste o no, una realidad llamada multilateralidad ha llegado hasta nosotros (Yes we can, decía Barack Obama) para instalarse y para hundir sus raíces como valor a tener en cuenta en un mundo que es plural, diverso y multicultural. Cada vez más, son necesarias las políticas que abrazan la diversidad, también en las empresas. Y la diversidad no exige sólo un acto de tolerancia, sino también la afirmación de las diferencias por sí mismas y como forma de facilitar un sentido de la solidaridad y de lo compartido. Las alianzas (incluso las público-privadas) son el puente que hoy acerca la RS a la necesaria mejora de nuestra competitividad.
Cuando aprendamos a decir de nuestros semejantes «somos como ellos» en lugar de «son como nosotros», nos daremos cuenta de que la diversidad es algo más que una filosofía del «vive y deja vivir»; y que el diálogo, como decía Camus (y muchos más con él), sólo es posible entre personas que no dejan de ser lo que son y que dicen la verdad, o la buscan juntos para compartirla.
Sin verdad, y en su ausencia, el hombre y la humanidad se agotan y se enajenan porque -lo escribió Machado- «algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muera».