El bonito edificio art-deco del 193 Jeppe St. era típico de la época del Apartheid: lo habitaban profesionales mayormente blancos y lo frecuentaba un ejército de negros que barrían, limpiaban y servían té hasta que, al caer la noche, se marchaban a sus distantes barrios marginales.
Hoy está habitado por una multitud de negros y se asemeja a un campamento de refugiados. Mujeres con bebés en sus espaldas suben con dificultad las escaleras, llevando baldes con agua. Hay un olor intenso a basura y generadores de electricidad que queman gasolina. Los ascensores no funcionan. No hay agua corriente. Hay pocos baños en los que funcionan los inodoros.
El edificio de diez plantas en el viejo centro comercial de Johannesburgo representa el mayor extremo de pobreza en una sociedad sudafricana donde la brecha entre ricos y pobres persiste, y es un ejemplo del caos generado por el fin de la segregación racial hace 16 años. Una cosa es acabar con el sistema de segregación; otra acabar con el daño causado por ese sistema.
La Copa Mundial concentró la atención en una sociedad con una de las brechas sociales más grande del mundo.
Maara es un inmigrante keniano que vive en el séptimo piso de 193 Jeppe St. y tiene un pequeño negocio en el segundo, donde vende cigarrillos, golosinas y cerveza. Las ventanas de su departamento no tienen vidrios y están cubiertas con cartones. Tiene que subir gasolina para alimentar el generador que hace funcionar el refrigerador, su reproductor musical y la luz. Sus vecinos no tienen luz y usan velas.
Para Maara, no obstante, la vida en Johannesburgo es buena, comparada con la que tenía en Kenia; de hecho, opina que Sudáfrica “ofrece oportunidades”.
Cuando se instaló en el edificio, no firmó contrato y le pagaba 100 dólares al mes a un individuo que pensó que era el dueño. Luego de un año, la Policía detuvo al presunto propietario. Otras personas aparecieron diciendo que eran los verdaderos dueños; prometieron renovar el edificio e hicieron firmar contratos de alquiler a los ocupantes.
A los pocos meses, regresaron con la Policía y los desalojaron. Maara y otros inquilinos buscaron ayuda en la facultad de leyes de la Universidad de Witwatersrand, en la capital. Descubrieron que esos tampoco eran los dueños y pudieron regresar el edificio; un estudio efectuado en 2005 por el Centro sobre Derechos a la Vivienda y Evacuaciones, organización de derechos humanos de Ginebra, calculó que en Johannesburgo hay más de 200 que fueron abandonados por sus propietarios blancos al derrumbarse el Apartheid. En muchos casos, delincuentes se apoderaron de los edificios y comenzaron a cobrar alquileres a los ocupantes.
Stuart Wilson, quien ayudó a preparar el informe del 2005, dice que los inquilinos aceptan vivir en condiciones infrahumanas porque necesitan estar cerca de sus trabajos. Limpian o vigilan edificios, venden en comercios o en la calle, trabajan en gasolineras o recogen desperdicios para reciclarlos. Lo mismo que hacían antes de que desapareciese el Apartheid. Se han construido unas 3 millones de viviendas desde 1994 y el gobierno planea invertir unos 2 mmdd 220 mil viviendas nuevas y mejorar otras 500 mil Pero hacen falta 2,1 millones de viviendas.
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