Cada país tiene la cantidad de promotores de la cultura del miedo que se merece.
Antonio Argandoña
La gripe es un negocio. Bueno, empezó siendo una enfermedad, pero ahora es también un negocio. No para todos, claro. Para algunos es una amenaza: tenemos miedo a la gripe.
Tener miedo a una enfermedad cuyas consecuencias no conocemos bien es algo lógico. Pero lo malo es que en el caso de la nueva gripe, nos han fomentado ese miedo.
No es algo nuevo: es bien conocido el binomio promoción del miedo–promesa de seguridad. “Toda la humanidad está amenazada”, decía la jefa de la Organización Mundial de la Salud: el miedo a la gripe forma parte de su negocio. Pero aquí estamos nosotros para salvarles, podía haber agregado: le debemos la salud, y quizás también la vida.
Hay muchos que siembran el miedo en el mundo, algunos probablemente con buena intención: son los abogados de causas diversas, los que un periodista llamaba hace poco los “emprendedores morales seculares”, que tratan de ampliar su negocio.
No hace muchos años Amnistía Internacional decidió entrar en el amplio mundo de la Responsabilidad Social Corporativa, que seguramente es más prometedor que la denuncia de regímenes opresivos y carceleros que torturan.
Los expertos, claro, también se benefician del miedo –aunque, es verdad, los que son honrados no se aprovechan de ello. Suelen empezar sus proclamas diciendo que, “como muestran las investigaciones científicas…”. Y, claro, la autoridad de la ciencia juega a su favor.
A ellos se suman muchos nuevos expertos, que nos recuerdan que nos jugamos la vida cada vez que nos sentamos a la mesa, o que hablamos por teléfono, o que no practicamos pilates o la última moda del wellness.
Gracias a ellos, sabemos que no podemos ser felices por nosotros mismos: necesitamos su ayuda –y ellos nos lo recuerdan en cuanto pueden. Y nos cobran por ello.
Luego están los gobiernos. El miedo es malo para ellos, si la población considera que los políticos no han hecho lo que debían. Pero les da protagonismo, oportunidades de prometer y, lo que es peor, de hacer. No hay nada como una buena catástrofe para movilizar a los parlamentarios y ministros.
Y la prensa se apunta, claro: el miedo vende. Y no digamos nada de los expertos en relaciones: terapeutas, consejeros, expertos en coaching. ¿Ha volcado un autocar? La comunidad autónoma envía enseguida otro, lleno de psicólogos, para que devuelvan la paz a las almas de los accidentados y de sus familias.
Y, claro, también las empresas farmacéuticas se aprovechan del miedo. No sé si ellas lo fomentan, pero les viene muy bien, porque así venden más. Aliadas con los médicos, son capaces de convertir algo norma la timidez, por ejemplo en un enfermedad la “fobia social” la llaman ahora. Afortunadamente están ahí para salvarnos: “nuestro objetivo es su salud”. Gracias, les contestamos: ¿Cuánto le debo?
Según las historietas de Astérix y Obélix, los galos sólo tenían miedo a que el cielo se les cayese encima. Nosotros estamos más avanzados que ellos: eso no nos preocupa.
Pero hemos creado nuestra propia lista de miedos, con la ayuda de nuestros gobernantes, consultores, emprendedores, redentores sociales y otros generosos protectores. Pero los miedos son nuestros. Si es verdad que cada país tiene el gobierno que se merece, también se puede afirmar esto de todos esos promotores de la cultura del miedo.