La Casa Blanca, construida por esclavos en 1800 y reconstruida después de que los británicos la quemaran en 1812, es demasiado pequeña para la cantidad de oficinas y funcionarios que componen actualmente la presidencia de Estados Unidos (el equipo de Franklin Roosevelt durante el New Deal y la guerra era más pequeño que el de la actual primera dama). Resulta especialmente pequeña para Obama, porque, ahora que cumple un año en el cargo, hay tres Obamas que ocupan el edificio.
El primero es el Obama de las pesadillas republicanas. Los más primarios, que están a punto de arrebatar el partido a los últimos conservadores civilizados que quedaban, consideran que es ilegítimo.
Insisten en que nació en Kenia y por tanto no puede elegírsele para el cargo, en que es musulmán y ajeno a una nación cristiana, un «socialista» empeñado en la expropiación total de la esfera privada, y un alfeñique que pide disculpas cuando nuestro país pretende ejercer la fuerza para defender nuestras evidentes virtudes.
Esto lo piensa tal vez uno de cada cuatro estadounidenses. Hacen causa común con gente que está insatisfecha por otros motivos (culturales y económicos) y, entre todos, constituyen un frente de individuos que se sienten desposeídos espiritualmente.
La elección de Obama con los votos de una coalición de afroamericanos, hispanos, mujeres, jóvenes, sindicalistas y la élite cultural fue, sin duda, un acontecimiento histórico, pero, por ahora, la nueva era pertenece a los blancos airados que odian por igual a quienes están por debajo y por encima de ellos.
Mientras escribo estas líneas, un desconocido que es representante en la Asamblea Local del Estado de Massachusetts tiene serias posibilidades de ganar el escaño que ocupaba en el Senado Edward Kennedy, y eso sería una tremenda derrota para el presidente.
El segundo es el Obama que pintan sus partidarios iniciales más fervientes y más decepcionados: un político calculador con una larga lista de principios que ha traicionado de manera sistemática. Nombró a leales representantes de Wall Street para los principales puestos económicos, defiende la reforma de la sanidad como una cuestión de gestión económica prudente y no de justicia social.
Acepta que la reducción presupuestaria es una prioridad, lo cual hace imposible ampliar los programas oficiales destinados a ofrecer un estímulo económico inmediato o a subsanar nuestras crecientes desigualdades. Proclama que el país está en guerra con el «terror», con lo que, en la práctica, prosigue la guerra de Bush contra el islam. Deja decisiones en manos de nuestros generales como si mandaran un ejército de ocupación. Los militares mantienen 1.000 bases en más de 100 países y permanecen relativamente inmunes a las restricciones presupuestarias.
Obama ha hecho poco para impedir que se atenúen y se anulen las libertades constitucionales. Y además, es con frecuencia un personaje remoto, que vive en un país mitificado en el que reina el consenso, y no unas disputas enconadas. Estos argumentos tienen algo no todo de verdad, así que no podemos despreciarlos.
Ahora bien, existe un tercer Obama, el verdadero presidente, que se enfrenta a una pesada herencia y a un sistema político disfuncional. Encabeza un Partido Demócrata desunido, con una mayoría por muy poco margen en la Cámara de Representantes y 60 votos (el mínimo necesario para poder someter leyes a votación) nada seguros en el Senado. El poder legislativo está inundado de grupos de presión económicos, étnicos, ideológicos y religiosos. Los medios de comunicación son agentes sistemáticos de la ignorancia y la desinformación.
El aparato militar y de política exterior es experto en negar a los presidentes cualquier libertad para cambiar la inercia del imperio americano y, al mismo tiempo, aficionado a hacerles responsables de la catástrofe permanente que es nuestra presencia en el mundo. Hay sectores mayoritarios de ciudadanos que se aferran firmemente a dos creencias fundamentales.
La primera es que todos les engañan y los explotan, tanto desde el sector privado como por parte de políticos corruptos y mentirosos. La segunda, que viven en «el mejor país de la tierra». En esas circunstancias, a un presidente le resulta extremadamente difícil ejercer el liderazgo, sobre todo si, al hablar, expone ideas de más de una sílaba y defiende cambios que amenazan los intereses existentes.
Si tenemos en cuenta esos obstáculos al ejercicio racional de la política, Obama no lo ha hecho demasiado mal. Su programa de estímulos ha salvado la economía de la quiebra. Si consigue una mínima reforma de la sanidad, habrá evitado que sigamos descendiendo hacia la desintegración social. Aumentar las inversiones en educación y ciencia y las infraestructuras sociales son sus prioridades en su búsqueda de un capitalismo socialmente responsable, un proyecto que resulta difícil por la escasez de capitalistas con responsabilidad social. Pero ahora ha empezado a regular de nuevo los bancos.
Al entablar unas tortuosas negociaciones con Irán y bloquear un ataque israelí, ha impedido que haya un caos total en Oriente Próximo y ha permitido que la oposición iraní gane tiempo. Se ha atrevido a criticar a Israel, aunque todavía no a ejercer serias presiones sobre un Estado satélite autodestructivo cuyos partidarios incondicionales en Estados Unidos ya no pueden contar con el apoyo absoluto de otros norteamericanos. Se ha negado al enfrentamiento con China y Rusia y ha consolidado una alianza con India.
En Latinoamérica ha sido excesivamente precavido sobre la idea de abandonar la actitud hostil hacia Cuba. Gran parte de la opinión pública informada está harta de los exiliados cubanos intransigentes. Es ridículo que tengamos relaciones normales con Vietnam y no con Cuba. En cuanto al resto, ha reconocido que los latinoamericanos tienen derecho a gobernarse a sí mismos.
En medio ambiente, está luchando por sacar adelante un proyecto a largo plazo ante la ignorancia de la población y la cínica oposición del capital. De Europa no le han llegado más que discursos serviles de Barroso y Rasmussen. El problema de los europeos también es nuestro: en su día nos ayudó contar con las opiniones independientes de Fischer y Vedrine, Chirac y Schroeder, De Gaulle, Brandt y Schmidt.
Nadie está preparado para la presidencia: noten de qué forma tan visible ha envejecido el joven presidente en un año. Su capacidad de aprender es evidente, y es muy posible que se recupere del hoyo en el que se encuentra ahora. Entonces tendremos a un cuarto Obama.