Hay que esclarecer y castigar las torturas y violaciones de derechos humanos cometidas por EE UU
Qué hará Barack Obama ante el diluvio de revelaciones que, día a día, se van acumulando en torno al maltrato que las agencias de inteligencia de Estados Unidos han venido dando a una multitud de prisioneros desde los ataques terroristas del 2001? ¿Tratará de «pasar página», mirar hacia el futuro y no el pasado, como parece ser su deseo? ¿O la dura, empecinada verdad de los crímenes que se llevaron a cabo en nombre de la seguridad nacional terminará forzando la mano del presidente norteamericano y de su fiscal general (ministro de Justicia), Eric Holder?
Me ha tocado jugar un rol mínimo en esta controversia, formar parte de una campaña lanzada por la sección norteamericana de Amnistía Internacional (AI), exigiendo que se enjuicie a los responsables de estas acciones brutales.
Como el presidente lee todas las mañanas diez de las miles de cartas que diariamente llegan a la Casa Blanca, AI le pidió a diez personas que le escribieran un mensaje, explicando por qué era fundamental esclarecer el origen de aquellos atropellos y la necesidad de sancionar a quienes los llevaron a cabo.
Fue así que agregué mi voz a la de varios interrogadores y víctimas de la tortura, amén de los escritores Stephen King y Alice Walker y el actor Martin Sheen (otro presidente, aunque un tanto más ficticio).
Entrego ahora esa carta, redactada originalmente en inglés, para los lectores de habla hispana:
Estimado presidente Obama:
Por siempre jamás. Esas son las palabras que quiero ofrecerle, las palabras que comparten tanto el hombre que tortura como su víctima, las palabras que definen el destino de ambos.
Puesto que para la víctima, el momento del dolor y de la degradación, estos múltiples momentos, jamás se terminan. La tortura no ocurre tan sólo una vez, sino que se repite en la mente y la memoria del cuerpo, más allá del agua en los pulmones o el puño contingente en la cara. Sucede y continúa una y otra y otra vez.
Y por siempre jamás es también el credo del victimario. La mano no va a descargar la corriente eléctrica, no va a llenar una boca con excrementos, los oídos no van a atreverse a registrar los alaridos, al menos que haya una promesa y certidumbre de que nadie cobrará cuentas, al menos que el causante de aquellos padecimientos se sienta a salvo de la justicia y presuma que podrá vivir, sí, por siempre jamás, en el tiempo eterno de la impunidad.
En los 40 años que llevo luchando, como escritor y como ciudadano, contra la plaga de la tortura, éste es el secreto más sucio que he descubierto acerca de tales actos viles.
Que nadie tortura si cree que lo habrán de atrapar, si cree que será expuesto al escrutinio público. Nadie tortura si piensa que se lo va a desnudar y exhibir ante ojos ajenos y enjuiciadores, si sabe que va a tener que enfrentarse en un tribunal a los hombres y mujeres que él mismo dejó sin ropa ni defensa en alguna habitación escondida y lejana.
Por siempre jamás es su horizonte, su coartada, su demonio guardián, el prerrequisito básico que asegura que no se conocerá la violencia que esos ejecutores han infligido o están a punto de infligir, esas son las palabras que les permiten, siempre, siempre, dormir de noche, acariciar a sus hijos, mirarse en el espejo de mañana y pasado mañana.
Es por eso que la respuesta a ese por siempre jamás, tanto para la víctima en busca de consuelo y reparación como para el criminal que rompió la ley de su país y la ley más implícita y callada que proclama que todos pertenecemos a la misma solidaria especie humana, debe ser con las palabras purificadoras, quizá celestiales: nunca más.
Son palabras que Estados Unidos necesita hoy de forma desesperada. Pero usted bien sabe que aquellas palabras, nunca más, son fáciles de pronunciar y difíciles de materializar.
Esas palabras precisan, ante todo, como lo ha solicitado Amnistía Internacional, una investigación completa, imparcial y bien financiada de la verdad, para que se comprenda cómo este país aceptó torturar a sus cautivos y cómo terminó convirtiéndose en un paria internacional. Y enseguida aquellas palabras, nunca más, requieren que se someta a juicio a todos los que cometieron esos crímenes contra la humanidad, especialmente a los más poderosos que emitieron las órdenes y permitieron estas infamias.
Aceptar menos que un procesamiento cabal e íntegro es someterse a la misma política del miedo que usted ha identificado, con tanta elocuencia, como la condición primordial que ha facilitado este asalto desastroso contra los derechos humanos. Aceptar menos es invitar a una posible repetición de tales vesanias que corrompen el alma de un pueblo, si nuevos actos de terror llegaran a estas orillas en un futuro cercano.
Es una bendición que sea usted el que puede responder a esta exigencia de que es necesario purificar el mundo, una bendición ser una de las personas privilegiadas que puede ayudarnos a cambiar la historia.
De todas las personas existentes en este mundo usted es el único, debido a su especial posición de poder, que puede proclamarle a su país y al resto de la humanidad que la tortura no tiene que ser, después de todo, algo que habrá de perdurar por siempre jamás.
De un poeta a otro poeta, y con gran respeto y esperanza y admiración, Ariel Dorfman.
Hasta acá la carta que mandamos a Obama. Veremos en los días y semanas y años que vienen si la sabe responder.