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Valores e irresponsabilidad social

Cuando, hace más de medio siglo, Orwell escribía que “decir la verdad es un acto revolucionario”, probablemente estaba pensando en esta época llena de paradojas y de contradicciones que nos ha tocado vivir. Un tiempo en el que, en expresión de Zygmunt Bauman, la Sociedad se ha vuelto “líquida” y en la que los humanos, confundiendo progreso con velocidad, buscamos atajos desesperadamente.

A pesar de todo, los seres humanos hemos constatado la necesidad de una cierta “obligación de futuro” (Lipovetsky) para con el planeta, y la obligación responsable de construir cada día un mundo sostenible en donde se instauren controles y salvaguardas para que la Tierra siga siendo habitable en el futuro.

Al tiempo, hemos advertido el fracasado modelo de capitalismo en los años 80: especulación, resultados a corto frente al ahorro a medio/largo plazo, corrupción, fraude, contabilidad creativa… Los escándalos financieros de finales del siglo XX (Enrom, WorldCom, Parmalat) fueron un sabio aviso al que no hicimos caso, y han tenido un suma y sigue en los derrumbes de las grandes corporaciones americanas en 2007 y 2008, y en definitiva en una crisis global de resultados todavía impredecibles.

Y no vale cruzarse de brazos. Hay que actuar decididamente porque está demostrado que los buenos sólo ganan a los malos cuando, además de creer en lo que hacen, los buenos son más. Hay que olvidarse del facilismo, que fue capaz de arrebatarnos a todos, se hizo costumbre e invadió sin remedio todos los ámbitos de nuestra vida que, en el fondo, es una tarea llena de rectificaciones y de aprendizajes interiores donde deben primar la cultura del esfuerzo, del trabajo y de la decencia. La crisis nos ayudará a convencernos definitivamente de que el hombre enajenado (el autómata de Erich Fromm) no es persona, sino la mera apariencia de un ser humano.

Por eso hay que darle prioridad, como escribe el mexicano Carlos Fuentes, a la educación. La educación, que nunca puede convertirse en un privilegio, crea oportunidades, crea personalidades, crea propósitos. Sin educación no hay desarrollo; sin desarrollo no hay progreso.

No podemos esperar a que la economía mejore a fin de que la educación mejore. Es la educación la continuidad educativa a lo largo de toda nuestra vida, profesional o no la que debe mejorar a fin de que la economía cuente con más y más activos productivos. Sólo desde la educación y la cultura, sólo desde el conocimiento, los hombres y las mujeres nos hacemos más sabios, más libres, más demócratas y, por ende, más justos como personas y mejores profesionales, que no sólo deben instruirse en habilidades, sino en valores humanos y de convivencia social y empresarial.

Educar, más allá de los conocimientos, implica valores: urbanidad, solidaridad, tolerancia, honestidad, darle valor a la palabra, ser decente y otras cualidades que muchos directivos olvidaron cuando el capital se volvió impaciente y ellos mismos indecentes. Hemos construido una sociedad competitiva y narcisista, en la que los protagonistas son la fama y el dinero, y en la que cualquier procedimiento, aunque sea deshonroso, parece válido, y hemos dejado en el camino eso que se llama cultura de empresa, que debería tener y retener su papel como factor determinante en el mundo de los negocios, vinculándose a valores y personas para hacerse universal.

La crisis nos ha hecho recapacitar sobre el precio de la irresponsabilidad social colectiva, aunque todavía no sabemos el monto final, ni si estamos dispuestos a pagarlo o bien no nos queda más remedio. Hemos pasado por la privatización de los beneficios y la estabilización de las pérdidas, con lo que, probablemente, no siempre han pagado los irresponsables y la culpa es un poco de todos, es decir ¿de nadie?

Los organismos son más vulnerables a medida que se hacen más grandes y complejos; y esa regla de la biología es aplicable a la propia empresa y a la sociedad, cuya fragilidad va pareja y a la misma velocidad que su desarrollo, y no bastan las leyes porque, en definitiva, las normas no resuelven los problemas por sí solas y sólo apuntan principios de solución para los conflictos a los que se aplican. Hace falta aprender a gestionar, de nuevo, empresas e instituciones; y hacerlo con base en valores que, a su vez, crean valor. Estamos en los albores de una nueva época, más de intemperie que de protección; un instante mágico en el que la lucha por el hombre mismo y por los valores en las organizaciones, si nos lo proponemos, puede instalarse definitivamente entre nosotros. Una batalla larga y difícil, sobre la que ya nos advirtió Nietzche: “una generación ha de comenzar la batalla, en la que otra ha de vencer”.

Los valores son la infraestructura moral indispensable de toda sociedad justa, y de cualquier empresa que quiera obtener el preciado título de empresa ciudadana: aquélla que además de cumplir con su deber, promueve y desarrolla el Buen Gobierno, desarrolla relaciones de equidad con todos los grupos de interés, se comporta éticamente y se compromete social, solidaria y activamente con la Sociedad. Y ésa es la empresa responsable, la empresa del futuro.

Sus antecedentes son lejanos. Hace más de dos mil años, Cicerón escribió De Officiis (Sobre los deberes), una larga epístola moral dedicada a su hijo Marco, al que hacía partícipe de sus inquietudes morales. Decía Cicerón que el conocimiento de las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), lleva implícito un conjunto de compromisos sociales y personales:

· La honestidad, como parte de nuestra conducta vital.

· La solidaridad, como exigencia inequívoca si pertenecemos a una comunidad.

· La participación activa y militante en la vida de la polis.

Aquellos valores deben ser hoy, veinte siglos después, también los nuestros. Amén.

Juan José Almagro

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